Crecer entre pandilleros de El Porvenir, Villa Canales imagen

Este es un Relato sobre cómo es la vida en un barrio donde tus amigos de infancia se unieron a la Mara 18.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Los amigos de la infancia son como nuestras vidas paralelas, crecimos con ellos en las mismas condiciones. Pero, un día, llegamos a ser completamente distintos. Nos convertimos en las alternativas que ellos no tomaron, y ellos en las nuestras.

A José* le sobran los ejemplos reales para explicar qué hubiera pasado si él sí se hubiera unido a las pandillas. Sus mejores amigos, y los no tanto, lo hicieron. Vio cómo ese mundo los transformó hasta quitarles la vida o encarcelarlos.

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Dejando de lado los homicidios de tantos conocidos en su aldea, José le tiene mucho cariño a El Porvenir, Villa Canales, Guatemala. En ese pequeño pueblo absorbido por la capital están sus anécdotas de infancia, los días que se escapaba del colegio, su primera borrachera a los diez años y sus años de rebeldía. También están los días en que le pedían guardar una AK-47, o la masacre que dio fin a la época más obscura de la aldea.

“Mirá” –dice mientras conduce su vehículo entre las estrechas calles de El Porvenir–, la gente que vive a la orilla de la carretera no se atreve a venir aquí porque cree que es bien peligroso, pero date cuenta, vamos tranquilos y nadie está sospechando de nosotros”. Asegura relajado tras el volante, aunque más tarde nos toparíamos con el hermano de un antiguo jefe de pandilla, quien lo incomodaría un poco.

“Pero hace unos siete años –acepta, por fin– hasta a mí me daba miedo venir aquí”. Los “18” pintados en las paredes son huellas de un territorio que llegó a ser sumamente hostil.



Las calles de El Porvenir parecen un pueblo de Alta Verapaz.

Mi querido pueblo

El Porvenir se asemeja a un pueblo de Alta Verapaz, esa mezcla entre vegetación de los terrenos baldíos, gente sentada en la puerta de sus casas y pequeñas construcciones le dan el parecido. La diferencia está en la estética de las fachadas de los hogares, portones negros y paredes altas bordeadas de alambre espigado protegen a los habitantes. Ser presumido en la decoración es ponerse en el ojo de los delincuentes que utilizan la aldea como guarida.

José recorre las calles como lo haría un guía turístico. Pasamos por la zona conocida como “la caja de agua”, por la cisterna que abastecía a los vecinos. “Aquí se vienen a esconder unos chavos que se dedican a robar”. Continúa el camino y, mientras apunta hacia la izquierda pero sin voltear la cabeza, señala una pequeña puerta de metal. “Ese es el escondite de un jefe de sicarios, aquí no chingan, solo trabajan en otras partes”.



Los grafitti marcan el territorio de la aldea.

Señala los puntos en los que las clicas pandilleras partieron el territorio y los lugares donde han ocurrido las muertes más memorables. “En esta tienda mataron a 14 personas en una semana”, dice sin subir ni bajar la velocidad del vehículo. Continúa el recorrido.

Su primer contacto con futuros pandilleros fue a los diez años, cuando murió su padre. Fue ahí que empezaron los días de calle. Antes no lo hubiera hecho, pues él, un excomisionado militar, era severo en su forma de educar. Su madre quedó soltera y a cargo de él y sus hermanos. José tuvo en ese momento el perfil de un chico vulnerable a las maras.

En esa época, sus amigos que más tarde integrarían a las pandillas nunca le pidieron hacer nada indebido. “Solo era chingar y pasársela chingando”. José tenía para entonces diez años y ya volvía borracho a la media noche a su casa. Sus amigos, mucho más grandes, lo tenían como su mascota, dice él mismo. “Salía de viernes a domingo a chingar, entre semana hacía como que iba a clases y me escapaba para seguir chingando”.

Varias veces intentaron reclutarlo para que se uniera a la Mara 18. Tuvo incluso amigos que llegaban todos los días a traerlo al instituto donde estudiaba básico y se iban a “chingar” todo el día. En la primera fase antes de ingresar a las pandillas, nadie se aburre.

Lo habría considerado, de no ser porque su mejor amigo y su primo empezaron en el mundo de las drogas. Fumaban piedra o, cuando no tenían dinero, inhalaban tiner. Ellos le dieron la primera advertencia para alejarse de ese mundo. Uno de ellos tuvo un momento de lucidez: “No te metás estas mierdas, nosotros ya estamos enviciados, pero no te queremos ver hecho mierda como nosotros”.

El nacimiento de una clica

El Porvenir tuvo pandillas antes de que estas se conocieran como maras. Fue durante los años 90: Existían Los Chukis, Los Chocolates, Los del puesto (de Salud). No tenían nombres muy intimidantes y sus peleas eran solo entre ellos. El mayor daño que hacían a los vecinos eran los vidrios quebrados que dejaban en la calle después de un encuentro a golpes. Años más tarde, la generación de José pasaría a dominarlos con pistola en mano.



Los pilotos de buses son obligados a ocultar o trasportar armas.

Cuando al inicio del recorrido José hablaba de “una época en la que hasta a mí me daba miedo”, se refiere hace unos siete u ocho años atrás. El período sería entre el 2008 o 2009, la época en la que los homicidios en todo el país llegaron a su pico más alto. Una taza de 46 por cada 100 mil habitantes, lo que llegó a equivaler a diez asesinatos diarios.

Para entonces José había encontrado el trabajo ideal: asistente de camionetas. No le apetecía estar en casa ni detrás de un escritorio estudiando; en las camionetas viajaba, ganaba algo de dinero y, sobre todo, chingaba.

Una clica (subdivisión de pandilla) de la Mara 18 empezó a reclutar a sus amigos y conocidos. Sus contemporáneos empezaron a perder poco a poco su nombre de pila para ser conocidos con el apodo de barrio. Así nacieron el Snapi, el Serio, la Putía, el Esabú y el Hobit, entre otros.

Una de las fuentes de ingreso de la clica eran las camionetas para las que trabajaba José. Subían como un pasajero más y, con pistola en mano, pedían toda la cuenta del día. En más de alguna ocasión le pidieron a José que la hiciera de su bodeguero. “Haceme el paro, guardame esto y lo pasás dejando en aquella parada”, le decían mientras le entregaban un paquete con marihuana o armas.

“Nos daban de todo. Uno al que le decían el Kaibil –porque había tenido entrenamiento militar– nos llevaba AK-47 y M16”. José se volvió “amigo” de ellos a la fuerza, aunque crecieron en la misma aldea. Ser un poco más que un conocido para los pandilleros era una especie de seguro de vida.

La clica crecía, pero algunos querían que creciera más. Una parte de ellos empezó a pedir una cuota aparte, el impuesto de las camionetas ahora era doble. La clica se partió en dos y hasta ese momento la relación era tolerable.

Por un lado se fue el Snapi y su gente, entre ellos el Hobit. Por el otro la Putía, el Esabú y el Trol, guiados por el Serio. “Le decían así porque si te le quedabas viendo feo te sacaba la pistola y te mataba. Si te pedía algo se lo tenías que dar de una vez; si te tardabas te mataba. A un amigo lo mató porque estaban platicando, entonces le entró una llamada de su esposa, contestó y lo dejó hablando solo. Sacó la pistola y lo mató. No se reía con nadie”.

Se quiebra el barrio

La clica del Serio empezó a robarle a sus propios vecinos y al Snapi eso no le gustó, el trato era hacer lo que quisieran pero que lo hicieran afuera. El primer disparo de una pequeña guerra lo hizo el Snapi cuando mató a un miembro de la clica del Serio.

Por vivir en un pueblo, Serio supo pronto quién había asesinado a su amigo. Al día siguiente supieron que el hermano del Snapi era agente municipal de Tránsito, lo encontraron y le dispararon mientras ordenaba el paso de vehículos.

Snapi supo de la muerte de su hermano por una llamada. En ese mismo momento empezó a llamar a sus contactos. “No sabemos cómo le hizo, unos decían que porque era sicario que trabajaba para la DEIC de la PNC, pero consiguieron cuatro picops Hilux y uniformes de policía”.

A toda velocidad entraron en las estrechas calles de El Porvenir hasta llegar al punto en donde velaban el cuerpo del hermano del Serio. Cuerda en mano amordazaron a los hombres que ahí estaban y se los llevaron. Eran siete, según contaron después los presentes. Nunca se supo a dónde los fueron a tirar.

En su furia, el Serio y compañía fueron a disparar a la casa del Snapi; grave error. Dejando el hecho de que no sirvió el ataque, no sabían que el Sanpi recién había instalado unas cámaras afuera de su casa. Sus rostros estaban grabados. “Ese fue el momento más tenso de la aldea”, recuerda José.



En una semana, 14 hombres fueron asesinados en esta tienda. 

El Snapi inició la cacería personalmente. A uno lo mató cuando estaba sentado al lado de un chofer de camioneta; por trabajar (obligatoriamente) para la clica del Serio, el Sanpi también mató al conductor. La camioneta chocó y el asesino bajó tranquilo, sin rasguños.

El siguiente fue el mismo Serio, también con la pistola del Snapi. Por alguna razón, quien se llevó la peor parte fue el Esabú, el Snapi y sus amigos lo secuestraron. Lo llevaron a un cañaveral y, con navaja afeitadora, le cortaron la planta de los pies. El Snapi lo hizo correr sobre la caña quemada y le disparó, sin matarlo. Aún vivo derramaron sobre él gasolina y lo quemaron.

La Putía huyó. Nadie supo de él por un año hasta que volvió, intentó retomar poco a poco su vida y se limitaba a transitar por una sola zona de la aldea. Pero perdió el miedo y se confió. Una tarde llamaron al Snapi para decirle en qué camioneta iba la Putía. El chofer, para mala suerte del fugitivo, era de los “amigos” del Snapi. Lo llamó para ordenarle que se detuviera enfrente de su casa. El chofer así lo hizo, detuvo la camioneta y el Snapi subió. La Putía quedó tendido sobre las gradas del autobús y el Snapi, sin pena, entró a su casa.

En 2016, el Snapi fue asesinado en el preventivo de zona 18. Sus seguidores controlan ahora el barrio.

La vida paralela

– ¿Cuál fue la diferencia entre vos y ellos? ¿Qué hizo que no te unieras a la pandilla?

– Creo que en parte fue la educación de mi papá, que era muy estricto.

– Pero él murió cuando tenías diez años.

– Eso sí.

– Entonces, ¿cuál fue la diferencia?

Los amigos de la infancia son como nuestras vidas paralelas, crecimos con ellos en las mismas condiciones pero, un día, llegamos a ser completamente distintos. Nos convertimos en las alternativas que ellos no tomaron, y ellos en las nuestras.

La alternativa que eligió José, y que lo hizo distinto de sus amigos de infancia, fue cuidar a su madre. Cuando era adolescente y él estaba a punto de convertirse en alcohólico, ella empezó a enfermar: le diagnosticaron diabetes. Después vino una gangrena, una operación de matriz, hospitalizaciones, medicinas. En ese momento, José entendió que el dinero que ganaba ya no podía gastarlo en alcohol y fiestas, que todo se lo debía a su madre.

Se alejó de las camionetas, evitó las reuniones con sus antiguos amigos, obtuvo un trabajo estable y recaudó dinero para pagar los tratamientos de su madre. Hasta el momento ha financiado 35 operaciones; es el costo que lo alejó de las pandillas.

*Algunos nombres fueron cambiados por seguridad de la fuente.

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