La Llorona imagen

Monsanto explora como un reto el género del misterio. Mientras los infantes duermen ¿no será que un ánima en pena los vigila buscando a su propio hijo?

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Hay historias que con el tiempo se trasforman en leyendas. Narraciones que, de boca en boca, por generaciones, pierden detalles como nombres, lugares y otras particularidades. Se disipa la esencia humana y para transformarse en personajes vitales de tradiciones orales populares. Pasan a ser parte del imaginario público. Éste es el caso de los sucesos que llevaron a la locura a Isabel y que muchos repiten, erróneamente, como la leyenda de la Llorona.

Isabel empezó a perder la razón en el momento mismo de poseer la certeza de estar embarazada. El hijo que llevaba en su vientre no era de su esposo y no había forma de hacer que las cuentan casaran con su último encuentro marital. Él tenía seis meses de haber zarpado a España para liquidar sus intereses en Cataluña y no se tenía noticias de cuándo regresaría. Estaba perdida. Buscando refugio para las tribulaciones de su espíritu solicitó entrar en el convento para recogerse en oración mientras encontraba una solución. Cosa bien vista por su suegra y cuñadas; no había nada más pío que esperar el retorno del marido en santa clausura.

Las monjas la cuidaron siete meses. Por la discreción de la época respecto a estos temas, la familia no fue informada de lo relativo al período de gestación. No se acostumbraba y mucho menos era un tema que se podía hablar abiertamente. Además, apartadas del mundo como lo estaban, no tenían idea que el niño era producto de la infidelidad. Sin embargo, el día tan temido por Isabel llegó y fue imposible convencer a las religiosas de no avisar a su familia política. Cuando la comadrona vio al bebé quedó muda, era negro. Era el hijo de un sirviente que se había suicidado meses atrás.



Imágen Jorgetutor.com

Aquella noche, vestida con el hábito de la orden, se escapó del convento con Juan de la Cruz en brazos. Rodeó el convento y luego se dirigió al puente que daba paso a la alameda del Calvario. Bajo los inusuales cántaros de agua, con la criatura llorando, la vista perdida en la nada, se metió en el crecido río Pensativo y sumergió el cuerpo de su hijo gritando su nombre: “Juan de la Cruz” y despidiéndose del niño “Hijo de mi alma. Perdóname, si no lo hago yo, lo hará otra persona”. El cadáver del infortunado, vestido con los finos trajes confeccionados por las monjas, apareció en la desembocadura del Pensativo con el Guacalate. Un sacerdote lo enterró, con sus ropitas mojadas, en los nichos para infantes del Cementerio de San Lázaro; “Juan de la Cruz – Nació y murió el 1 de noviembre de 1841”. Ella, desapareció.

Desde aquella fecha, siempre el primero de noviembre, el silencio de la noche se corta por el llanto de una madre. Se dice qué, dejando las uñas en la lápida, llama a su hijo Juan de la Cruz y le pide perdón. Cuentan que los que se han topado con aquella ánima en pena sienten un vacío en el estómago similar a un golpe bajo, pierden el resuello y son presa de un miedo irracional. Algunos, no importando su bravía, corren despavoridos si no es que se desmayan en el sitio. La placa con el nombre del infante asesinado se localiza todavía hoy en los nichos de la derecha, a un costado de la morgue. Algunas veces se ve, en la banca de la entrada del sagrado recinto, a una mujer vestida de negro, en silencio, esperando que llegue el día de “los muertos”. Otras, asomada en los balcones de las antañonas casas, espiando, buscando a su hijo mientras los moradores duermen presa de inquietantes sueños. También se la ha encontrado inclinada sobre las cunas de bebés recién nacidos gimiendo y acariciando los inocentes rostros pregonando “Dónde está mi hijo”.   

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