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Algunos llegaron a vivir allí antes de que la música disco se bailara en las discotecas y los pantalones de campana fueran el último grito de la moda. Otros le llamaron su hogar desde que Efraín Ríos Montt asumió como presidente y la amenaza guerrillera, de tomar la ciudad, fuera el pan diario.

Lo cierto es que cuando todos llegaron, él ya estaba allí. Fue uno de los inquilinos más antiguos del edificio y todos lo recuerdan por el traje negro que vistió, todos los días, durante diez años.

El señor del traje negro

Don Luis ha visto desde la ventana de su comedor entrar y salir 27 veces al Señor Resucitado de la Iglesia de El Calvario. Asegura que desde la primera vez que vio la procesión, el hombre del saco oscuro ya vivía allí.

Doña Belkis, la cubana quien hace el súper en el Paiz más antiguo de la ciudad, asegura que cuando ella llegó al edificio él ya vivía allí. Mientras Yoli, una jubilada que llegó al edificio en los años 70, también coincide en que él era el más antiguo habitante del edificio de tres plantas.




Uno a uno los residentes de El Cielito, cuentan la historia del inquilino más enigmático. Y la cuentan no por cómo vivió, sino por la peculiar forma en que esperó la visita que todos vamos a recibir.

Don Osberto

De Don Osberto se dijeron muchas cosas. Que era un acaudalado terrateniente de la zona de las Verapaces, que fue un exitoso empresario del café y hasta que venía de una familia de recursos.

Lo cierto es que, llegado el cambio de siglo, Don Osberto no fue el mismo. Antes se le veía salir para hacer mandados y volvía por las tardes, como si tuviese un horario para atender sus asuntos. El paso del tiempo le fue dejando cada vez más solo y con el visible deterioro que llega cuando no hay quien cuide de nosotros.

Sus ropas se rasgaron sin que hubiera quien las remendara, su aspecto se tornó descuidado y abandonado. Su dieta, otro misterio, pues en el pequeño cuarto donde vivió sus últimos días no había una cocina formal. Sin embargo, la única constante de Don Osberto fue el traje negro.

“Solía ir a un restaurante donde creemos que le regalaban comida, pues aquí nunca se le vio entrar con bolsas de compra”, comenta Antonio, el administrador del edificio.

Nadie supo de dónde sacaba los Q400 para pagar la renta del cuarto de 3×2 mts, que arrendaba en el segundo nivel atrás del ascensor, lo cierto es que nunca faltó a su compromiso.

Unos creen que su hijo le enviaba el dinero de Estados Unidos, mientras que otros aseguran que era la hija la que cubría el gasto.

El primero se fue, algunos recuerdan, cuando Vinicio Cerezo ganó las elecciones y se dedicó a trabajos en construcción. La segunda, en cambio desposó a un diplomático europeo y lo último que se supo de ella fue que había vivido en México.

En cambio, otros sostienen que una pensión de jubilado era todo lo que recibía desde 1989. Y eran estos fondos los que sufragaban su diario vivir, aseguran.

El frÍo se llevó a Don Osberto

Los registros del edificio dan cuenta que vivió los primeros años en un departamento de tres habitaciones, junto a su esposa, que falleció unos años después. Sin embargo, la caída del valor del quetzal lo llevó a trasladarse unas ocho veces, ajustando el espacio al presupuesto del que disponía.




Así llegó al cuarto detrás del ascensor, un diminuto espacio donde adoptó su distintivo sello “el traje negro”.

Todos en el edificio comentaban el porqué siempre llevaba el traje oscuro. “No tendrá más ropa, o no quiere gastar en lavarla”, suponían los vecinos.

La respuesta, como la razón, la dio el tiempo. Una mañana de febrero, cuando el frío en la ciudad comenzaba a disiparse Don Osberto no salió de su cuarto.

Fueron varios vecinos, que extrañados de no verle salir acudieron a la administración a preguntar por él. Así, Antonio tocó a la puerta del modesto cuarto, varias veces, y ante el silencio decidió entrar. Una ventana del balcón fue el acceso para el pequeño espacio.

Al fondo del diminuto salón, solo en su cama, rodeado de cajas de recuerdos, fotos viejas y varios periódicos amarillentos, estaba Don Osberto. Tanto la había esperado que al fin llegó, de madrugada y escondida en frío de febrero, pero no le tomó por sorpresa.

Quizá no tuvo miedo, ni angustia, pues él la esperaba vestido con el traje oscuro desde hacía mucho tiempo. Osberto, con 97 años, no tendría más que buscar dónde vivir, comida que pedir, ni rentas que pagar.  

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