El día en que quise ahorcarme dentro del carro imagen

Un crónica acerca de la realidad, de esa que nos saca de un sueño para recordarnos que vivir es complejo.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Edwin Morales ofrece un Relato que mezcla humor con comentarios mordaces sobre la realidad. Desde lo difícil que es despertar, pasando por el trajín diario y todo lo que podemos llegar a pensar en esos momentos de esparcimiento mental a inmediaciones del Mixco utópico de Neto Bran.

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Así es, el día en que quise ahorcarme dentro del carro con las cintas de mis zapatos, duele reconocerlo, empezó como todos los días. El despertador me sacó de un extrañamente placentero sueño en el que enseñaba solfeo a un grupo de respetables de amas de casa alcohólicas, no anónimas sino activas, que se reían de todo, evidentemente etílicas. 

Vaya usted a saber por qué razón los sueños son así de raros, pero en mi caso, todos lo son. Claro, ni las clases de solfa, ni las amas de casa alcohólicas son cosas extrañas, sin embargo al combinarlas no puede uno dejar de reconocer que empieza a tomar matices extraños, y si luego se le suma el hecho de que en mi puta vida he dado ni una sola clase y que, en cuanto a la solfa soy analfabeta, pues cualquier posibilidad de reflejar la realidad queda fuera de discusión.

Entonces, como les contaba, como todos los días, el molesto tonito de la alarma, cuyo infame rol obtuvo precisamente por ser molesto, me sacó del estupor, de mi cátedra con ebrias consortes, y me vomitó sobre la realidad del proletario contemporáneo. 

Me bañé en 10 minutos y me sequé en otros 10 mientras ignoraba el hecho de que me lavé la cara y el culo con el mismo jabón. Me vestí con lo mismo de siempre, me hice un café y me lancé a las fauces de la caótica ciudad, listo para soportar el acostumbrado, pero no por eso menos molesto, tráfico de la mañana.

Pero no me esperaba lo que me esperaba.

Tres horas de tráfico, tres horas atrapado, impotente, conmigo mismo, con mi némesis.

Salí en mi carro sin percatarme, porque no es común, que la cola de carros llegaba a la altura de mi casa, en Vista al valle, San Cristóbal, en la calle que conecta con el bulevar Villa Deportiva, en el Mixco del satíricamente famoso Neto Bran. Se trataba de un hecho insólito, inédito en mis 15 años de vivir en el sector.

Establecido que no se trataba de algo común, se activaron todos mis sentidos investigativos y puse en marcha un plan diseñado para obtener información de muchas fuentes en un solo esfuerzo, el cual consistió en una publicación de feisvuc en la línea de “¿Qué putas pasó en San Cristóbal muchá?”.

Lamentablemente, el conductor de un tráiler había perdido la vida al colisionar con la plataforma de otro camión. El cemento que transportaba en el momento del hecho quedó esparcido en toda la Aguilar Batres y complicó la entrada de todos los vehículos que llegan a la ciudad desde el sur. Como todos los que viven por esos lares sabrán, “la” opción para todos estos automovilistas es integrarse al Bulevar San Cristóbal desde el bulevar Sur o Valle Dorado, por lo tanto, todas las conexiones con esta arteria colapsaron.

Pasó la primera hora de tráfico sin que apareciera por mi cabeza ningún pensamiento suicida o sociópata; pese a haber avanzado pocos metros, la mayoría del tiempo sin siquiera desplazarnos un milímetro. 

Este tiempo lo utilicé en consideraciones propias del vehículo automotor con el que me arraigaba hacia ningún lugar, en medio de una calle que por varios minutos fue estacionamiento. 

El pobre carrito fue víctima por un tiempo de un infame mecánico cuyo modus operandi consistía en un intrincado sistema de chingar una cosa para arreglar otra y viceversa. Así, cuando reparó la bomba de agua, arruinó la de gasolina, cuando reparó esta, empezó a tirar todo el aceite, cuando reparó la fuga, arruinó la caja, y así hasta que lo que dejó de funcionar fue la antena del radio, por lo que me pareció el momento adecuado para firmar mi derrota ante el técnico canalla, por miedo a que arreglarla significase la pérdida total del automotor. Además, el lector de discos aún funcionaba.

Desde esa cadena de eventos desafortunados, cada sonido extraño que perciben mis oídos, es motivo de angustia y en el tráfico contraigo un tipo de hipocondría en donde creo que cualquier chillido o humo de otro carro, viene del mío, como cuando a alguien en la camioneta le hieden las axilas y pasa uno todo el viaje oliéndose las propias disimuladamente, pensando que los olores vienen de uno.

Pasó hora y media sin novedad, poca gasolina, pero nada que un miserable experimentado no soportara. Los motoristas pasaban entre los carros, se pavoneaban sin mayor obstáculo; los envidié tanto, parecen imprudentes, pero en realidad, ¿no somos más necios los automovilistas que malgastamos la vida parados en la cola, solitarios en un espacio capaz de transportar al menos a cinco pasajeros?

Los pilotos empezaban a bajarse de sus carrozas para asimilar su desgracia desde un mejor ángulo, menos un pobre chato que bajaba cada poco para echarle agua al radiador.

Por momentos apagaba el motor y aprovechaba las ventajas de poseer un esmarfon para revisar y publicar en redes sociales, la mejor forma de hacer catarsis, cuando el mundo tangible se esmera rompiéndome las pelotas.

Interesante fue ver cómo la mayoría de comentarios reclamaban el hecho de que automovilistas de otras regiones de la ciudad se viesen obligados a tomar rutas alternas que terminaron por afectar el preciso sector donde transitábamos, como reclamando como propias las calles, sin la mínima señal de empatía por las personas que, como nosotros, se ven en la necesidad de vivir en las barracas y viajar todos los días, durante horas, hacia el trabajo –peor aún, sin tomar en consideración la tragedia del colega trabajador que perdió la vida en el cumplimiento de su deber, trabajando, seguramente para proveer para su familia.

La realización me dio paz, me encontraba en la caravana que honraba la vida del compañero caído.

Por otro lado, una dictadura municipal que ha pasado décadas tapándole el ojo al macho con pasos a desnivel, ignorando los problemas de fondo, como el transporte público corrupto y deficiente, la violencia, la centralización, la vivienda inaccesible, etcétera, ni visto entre los facilones “análisis” de la mara, porque nos acostumbraron a andar como burros con anteojeras, halando la carreta sin saber dónde estamos o a dónde vamos.

Aquí es dónde la horca de cintas de zapato parecieron una buena opción, esperando desatar un tipo de harakiri colectivo que nos salvase a todos de la inevitable perdición, pero el drama sucumbió ante un repentino descongestionamiento, mesurado, pero aceptable.

Dos horas y media habían transcurrido y me vi en la necesidad de parar en una gasolinera para orinar, comprar abastos y echar gasolina, como si el viaje fuera hacia el puerto.

Otra media hora de viaje, ahora en el tiempo acostumbrado, y llegué a mi destino, un polvoriento parqueo frente al edificio donde trabajo. Me bajé con la espalda adolorida, una probable hemorroide y la cabeza pesada, listo para la jornada de trabajo insoportable, pero afuera de la carroza de la muerte.

Compro moto. 

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