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Esta pareja era una de jóvenes de primer ingreso: mochilas nuevas y bonitas, tanto como las ilusiones de quienes aún no conocen las peripecias diarias de la Usac. Entre agronomía y el Iglú, él le susurraba a ella; ella solo se reía nerviosa y le pegaba suavecito.

-No, Rodrigo. ¡Las cosas que decís! –exclamaba.

Ternura de amor adolescente; la historia se repitió varias noches por un par de semanas… y yo ahí observaba con gusto.

Sin embargo, una noche a finales de febrero, la ternura cambió. Era temporada de bautizos y de reclutar a los nuevos encapuchados. Aunque desde lejos se les veía tambalear y tropezarse, con mucho trabajo ambos llegaron al lugar acostumbrado. Entre litros de cerveza y risas, recostados entre los troncos de un antiguo y gran árbol que servía de mesa, Rodrigo le desabrochó el pantalón y, como por arte de magia, su cabeza desapareció bajo un sudadero blanco –algo manchado por el uso. Yo, muriendo de curiosidad, no podía apartar la vista de la sonrojada cara de ella que ya empezaba a jadear: de pronto el calor subió, subió, subió…

Y me fundí.




Nunca más volví a verlos; pasaron un par de días y noches de tranquilidad. Pensé que, de seguro, todo volvía a la normalidad y era cosa de una sola vez.

Estaba equivocado.

La tercera noche, cuando ya recobraba mi paz interior y un poco de color, aparecieron dos jóvenes a quienes ya tenía un año de ver rondar. Siempre iban con más amigos, quienes se acomodaban en el tronco para beber; así que me relajé (por unos minutos). Sin embargo, esta vez iban de la mano. Después de un par de besos, uno de ellos le susurró al otro.

–Mirá Juan, acá está oscurito –mientras lo abrazaba.

–Abel, estamos al aire libre –le respondía muy serio.

–Pero no hay luz. Nadie nos va a ver –suplicaba.

–Mejor nos vamos a tu carro –y trataba de soltarse de los brazos de Abel, pero no con demasiadas ganas.

–Ay, yo ya no aguanto –dijo Abel, determinante.

Abel se recostó en la grama, levemente molesto, y su acompañante se detuvo un par de minutos, indeciso. Volteó a ver a todos lados antes de recostarse, ocultos por la mesa. La escena de Rodrigo y su novia se repitió, al doble y sin suéter de por medio. Sobra decir que el poco color que recuperé en ese par de días regresó por donde vino y ni hablar de volver.

–El lugar está perfecto –murmuró Abel mientras se componía el pantalón.

–¿Perfecto para quién? –preguntó, molesto, su acompañante.

Abel se repetía a sí mismo y a sus amigos que definitivamente no era gay. Semanas atrás, ni siquiera se atrevía a ver fijamente a Juan. Una noche de borrachera tremenda, los amigos lo retaron a besar a Juan. La presión iba en aumento y ¡ah, las cosas de la vida! Del susto pasó al gusto, y del gusto ya no quiso regresar.




–Juan, no te pongas así. Vos sabés que por mi familia tengo que mantener las apariencias –respondía Abel tratando de abrazar a Juan.

–La vas a traer acá también, ¿verdad, cabrón? –entonces Juan logró desasirse con fuerza de los brazos de Abel.

–Deberías buscarte otro para irle con esa paja –terminó tajante, mientras caminaba lejos del lugar. Abel corrió detrás, mientras gritaba una mala palabra.

La noche siguiente, para mi sorpresa, Abel apareció por un camino distinto. Ya se terminaba su segundo cigarrillo, y yo aún no veía a Juan por ningún lado. Entonces, apareció una silueta pequeña cuatro postes más allá. Abel se levantó y agitó la mano para guiar a la joven, quien ahora casi corría hacia él, y al llegar le plantó un beso largo.

No hubo demasiada plática. El beso largo se aceleró; las manos de Abel se movieron por el cuerpo de la chica y, en un abrir y cerrar de ojos, ambos rodaban por el suelo: ella aún en falda se las arregló para subirse sobre él, y comenzó a moverse mientras se aseguraba de que nadie viniera.

–¿Seguro que nadie viene? –le preguntó.

–Si viene alguien, solo te tiras a la par mía y asunto arreglado –dijo Abel, más concentrado en sus caderas que en lo que los rodeaba.

Por las mañanas, todo era tranquilidad y risas. Pero después de las noches de Abel, Juan y la chica, las visitas empezaron a hacerse más seguidas.

Como la del 15 de mayo. Ella llegó con muletas y un yeso, y él, atrás, la ayudaba con su mochila y una maqueta. Desde Arquitectura hasta Agronomía había un trecho considerable, pero ambos iban decididos. Aquella noche fue un despliegue de acrobacias.

–¡Ay! ¡Con cuidado! –le pedía ella.

–Esperate, así no se puede. ¿Por qué no probamos con la pierna acá? –preguntaba él.

–¡Ya sé! ¿Y si me siento aquí? –ella sugirió.

–¡Auch! Nombre, tené cuidado conmigo también –reprochó él.




La pierna enyesada de la chica no dejaba demasiado lugar para las posiciones convencionales, pero todo fue reemplazado con mucho entusiasmo. Dos semanas después, casi me desmayo del susto.

-¿Qué es esto? –gritaba conmocionado el chico. –¿Te lastimé? –estaba al borde del pánico.

-¡Mierda! –decía ella. –Ya me vino la regla, mientras se ponía de pie y dejaba una mancha muy visible en mí.

Después de eso, la novedad pareció correr como fuego entre la pólvora.

–Mirá, vamos allá, que está oscurito –dicen. –Acá no hay luz –es otra que oigo constantemente.

He visto desfilar casi cada noche un sinfín de parejas a quienes la urgencia les sorprende y el lugar les beneficia. Acá, entre Agronomía y el Iglú, soy el poste fundido más miserable de toda la universidad; y este rincón queda para la historia académica como el motel de paso más barato y conveniente de Guatemala.

(Las historias aquí relatadas son reales. Los nombres fueron modificados para proteger a los protagonistas).

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