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METALLICA

“Apurate cerote, que ya abrieron las puertas y están dejando entrar a la mara, ¿por dónde venís pues?”, me preguntó mi cuate Rene, todo agitado. “Voy en el bus, lo que pasa que va un cacho despacio. Ay te llamo cuando esté allí”, le aseguré.

Pero era mentira. La verdad es que tenía unos diez minutos de estar allí, parado enfrente del Doroteo Guamuch Flores observando la entrada al concierto de Metallica que reposaba en mi mano.

La entrada la tenía desde hacía cuatro meses. Desde que las sacaron a la venta, de hecho. Esa mañana Rene —fan de Metallica con dedicación y furia, que conoce el significado esotérico de cada rola para cada miembro de la banda y que chingaba la energía de los chupes que organizábamos poniendo “One” cuando lo que el contexto demandaba era Daddy Yankee, porque “puta, oí ese solón, cerote, ¿me vas a decir que no te llega?”— pasó por mí a eso de las seis a.m. y después esperamos tres horas junto a otros rockeros ilusionados a que abrieran un & Café de Carretera a El Salvador.

Durante ese período de mi vida (2009-2010) yo no tenía trabajo, debido a no haber encontrado quien quisiera pagarme por mi diseño gráfico y a haber auto-boicoteado dos pruebas para chambear en Transactel al no haber aparentado lo suficiente que quería chambear en Transactel.

Yo freelanceaba de vez en cuando. Pero lo más habitual era que no tuviera dinero. Y definitivamente no tenía los seiscientos quetzales para ir a ver a Metallica si no hacía algo por obtenerlos.

Resulta que lo que hice para obtener ese dinero es lo menos metal que se ha hecho.

Es tan anti-metal que si yo quisiera comprar una Harley la moto se arrojaría por la vitrina mientras pasa un tráiler con tal de evitar que yo la monte. Es tan anti-metal que si una metalera hace el amor conmigo por la mañana sus tatuajes desaparecieron y en su lugar quedó el impulso por formar un grupo de mamás de clase en Whatsapp. Después de lo que hice, mi indignidad me hace físicamente incapaz de levantar cualquier tipo de guitarra.

Lo que hice fue prestarle dinero a mi hermana.

Llegué con ella por la noche y le dije “Chochis, fíjese que con Rene y unos cuates queremos ir al concierto de Metallica, que es hasta en marzo pero hay que comprar diuna vez las entradas, y como ahorita-ahorita no tengo dinero quería ver si usté no me prestaba”. “¿Cuánto sería, papito?” me preguntó. “Son seiscientos, Chochis” le respondí con toda la pena, agregando “pero yo se los daría en cuanto me salga algo. Cabal hoy hablé con una señora de un proyecto que quiere que le…”. Y ella me interrumpió diciéndome “Vaya, papito. Si para eso estamos, para echarnos la mano. Ay le voy a dejar mi tarjeta y pasa al cajero”. “Gracias, Chochis” concluí abandonando el cuarto, no sin antes irle a traer un su vaso con fresco de carambola.

Pero en los siguientes cuatro meses mi situación no había mejorado y en todo caso se había hecho más deplorable, por lo que seguía sin tener seiscientos quetzales. El problema era que ahora mi hermana sí necesitaba las varas.

Así que semanas antes ella había comenzado a lanzar presión sobre mí de manera esporádica: “mirá, Danilo, cuando podás te voy a encargar lo de la entrada aquella porque tengo que pagar la U”, “vos Danilo, yo que te miro allí tan tranquilo y uno bien jodido viendo cómo hace para pagar la U”, “Danilo, ¿cuándo pensás darme lo de la entrada, vos? mirá que si no pago la otra semana no me dan exámenes y allí sí me friego porque todo el semestre tirado a la basura. Si lo querés saber. Si es que te importa vá” o “de verdá, Danilo, tené un poco de consideración siquiera”.

El viernes 5 de marzo, día del concierto, salí al mediodía con la promesa de ir al estadio, revender la entrada y traer de vuelta los seiscientos quetzales 

y con ellos la paz a mi hogar. Mi mamá me lo recordó antes de cruzar la puerta: “Mijo, por favor no vayás a ser necio. Al final es solo un concierto y esos «Metálicos» vienen a cada rato —supongo que los estaba confundiendo con Olga Tañón— pero lo más importante es tener tranquilidad aquí en la casa, mijo. Mirá que yo no quiero un fin de semana de líos”.

A la vez les había hecho una promesa telefónica a Rene y a los demás bróders: “Ya voy para allá, vos. ¡Va a estar buena esa mierda, cerote, buen desvergue!”.

Permanecí media hora rodeado de personas de negro que avanzaban en grupo mientras se echaban las chelas y coreaban Master of Puppets en anticipación tribal. En una mano, mi entrada. En la otra, el teléfono vibrando. Si quería escuchar a James Hetfield bramar líricas sobre los horrores que te visitan cuando duermes, debía escuchar a mi hermana bramar sermones sobre los horrores que te visitan cuando sos un hermano pura mierda.

…Entonces tomé una decisión

Cuando volvió a vibrar el teléfono contesté “qué onda, Rene. Vos si querés mejor entren, es que a mí me salió un vergueo (reconozco que la forma en que dije esa parte sonó a que le debía dinero a la mafia rusa y no a mi hermana de veinticuatro años) y ya no voy a poder quedarme”. “¿Quedarte, a dónde? ¿No vas a entrar al concierto, eso estás diciendo?”, me contestó alterado. “Cabal, ya nel. Es que… hay te cuento después, pero se la pasan deahuevo” dije, intentando fingir frescura. “Puta, comé mierda, ¿pero estás bien?” continuó Rene. Respondí que “simón, no te ahuevés, es que me salió una…”. “Oigan a ese cerote, muchá” anunció Rene a los demás cuates, “que ya no va a entrar al concierto”. Quise seguir transmitiendo serenidad pero me interrumpían solicitándome que comiera mierda y luego al fondo un amigo añadió “¡No seás hueco!” —un insulto que por el tono pude notar que tenía su origen más en la frustración que en la homofobia.

Pero la decisión estaba tomada. Caminé al centro del tumulto, alcé mi mano sosteniendo la entrada y esperé a que me rodearan los revendedores como los lobos a un carnero herido.

En lo más que conseguí vender la entrada fue en seiscientos cincuenta. Así que tomé ese excedente de capital y me consentí con, no dos sino tres, panes mixtos de El Chino y una Sprite.

Fue mientras recorría la Reforma cuando decidí que lo que acababa de hacer (lo de la entrada, no lo de hartarme tres shucos) había sido un acto heroico. 

“¿No es eso lo que hacen los superhéroes de cómics todo el tiempo?” me pregunté. “Eso que hice, ¿no es el equivalente a Spider-Man abandonando el retozo con Mary Jane porque escuchó que El Buitre se está hueviando unas joyas?”.

Claro, alguien podría haberme dicho “No seás idiota. El único mensaje aquí es que es patético que alguien de veintisiete años no pueda pagarse su propia ida a un concierto porque se cree muy especial como para trabajar en un call-center, pero le falta la determinación o el talento como para encontrar su propia alternativa en un mercado laboral tan carente como el nuestro”.

Pero decidí que no iba a escuchar esas opiniones. Porque, después de todo, los seres humanos no seríamos nada sin la capacidad de hallar, entre nuestros eventos individuales más mundanos y tristes, narrativas que revelen propósitos magnánimos, transformadores y mitológicos.

Epílogo

Cuando leí el anuncio de que Metallica regresaría este 3 de noviembre a Guate, lo celebré como una de las raras ocasiones en que la vida, a diferencia de mi ex, te regala una segunda oportunidad. Decidí que compraría mi entrada (esta vez con mi propio dinero, como un adulto) e iría a ese concierto aunque los fondos fueran destinados a la realización de una película romántica basada en cómo mi ex conoció a su actual pareja, en la que el personaje de él es interpretado por Oscar Isaac y mi personaje es interpretado por un Muppet.

A lo que me refiero es que para evitar que entre al próximo concierto de Metallica you will have to take my sight, take my speech, take my hearing, take my arms, take my legs, take my soul, left me with life in hell!!!


Ilustración: Daniela González 

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