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Monsanto urga en la maldad. Se adentra en las conciencias oscuras cuyo castigo llega. Tarde o temprano. Nadie se escapa de la justicia Divina.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

VENDRÉ POR TÍ. Por Guillermo Monsanto

La primera vez que Roberto mató tenía tres años. Tomó a su pollito por el cuello y lo apretó extasiado hasta que la vida se escapó de sus redondos ojos. Poco más adelante sacó los peces del acuario, mirando extasiado, como boqueaban en una angustiante asfixia. A los ocho le tocó el turno al gato, en el microondas. Después al perro, en la pila. Más adelante, durante su adolescencia, en su colonia comenzaron las desapariciones de mascotas que luego se localizaron, en distintos lugares, torturadas y asesinadas de modos horrendos e inhumanos.

Poco antes de cumplir los dieciocho sufrió un accidente fatal. Iba con sus padres y sus dos hermanos. Los cuatro murieron calcinados; él, salió despedido del automóvil. Estuvo en coma una semana y su recuperación fue lenta, penosa y dolorosa. En sueños repasaba una y otra vez la tragedia. Sentía una tristeza inmensa, sí. Pero no podía dejar de escuchar en sueños, con cierta excitación, los gritos de su familia mientras se quemaban vivos en el interior del vehículo.

Fue a vivir con su abuela materna. No era una mujer cariñosa, ya estaba muy vieja y achacosa. No lo recibió ni bien ni mal. Solo fríamente. El tiempo estaba corriendo y en poco tiempo la nonagenaria fue perdiendo independencia. Hizo de su habitación un reducto y, con esas cosas que tienen las ancianas refunfuñonas, contaba la comida, la ropa, las obligaciones y lo que Roberto podía o no utilizar. Esto generó lógicamente un resentimiento entre ambos que convirtió la convivencia en algo áspero e insoportable. Pero era ella quien llevaba las de perder.

Un buen día cayó en cama. Sin mayores fuerzas. La cocinera, que tampoco la quería, se encargó de bañarla, darle de comer y esto no duró mucho tiempo. Roberto la despidió porque no quería testigos inconvenientes. Su muerte llegó en poco tiempo. Una hora antes, luego de llamarlo varias veces, le solicitó una galleta y un poco de leche que le fueron negados. Sin comida no había heces fecales que limpiar. La casa ya apestaba lo suficiente a vetusto. La muerte se apreciaba en su rictus y él no pudo desprenderse de su lado, embelesado mirándola extinguirse. Unos segundos antes de exhalar, la anciana, con una lucidez fuera de lo común, le tomó la mano y atrayéndolo hacia ella le susurró al oído “vendré por ti”, una risa congestionada salió de su pecho, llena de flemas e inmediatamente se fue. Roberto no tuvo tiempo de observarla morir. Sus palabras se le hincaron en el cerebro como una mordida.

Una mañana, meses después, Roberto no se pudo abotonar la camisa. Se puso una sudadera. Días más adelante no logró ponerse el cincho. Amarrarse los zapatos. Se agotó en este último intento. Trató de llamar al médico, pero sus dedos no le obedecieron. Se sentó frente a la televisión a dormitar un rato, cuando despertó no se pudo mover del asiento. Trató de gritar, pero la voz tampoco llegó a su garganta. En pocos días su cuerpo se fue desconectando poco a poco, mientras su conciencia clamaba por ayuda. Murió de hambre, asfixiado cuando los pulmones dejaron de funcionar, sin que nadie lo asistiera. Siempre alerta. “Vendré por ti”. Lleno de miedo. La conciencia no se había ausentado de su cuerpo cuando lo enterraron. Seguía allí, bajo tierra, percibiendo los extraños cambios por los que transitaba su cuerpo en descomposición.   




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