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Guillermo Monsanto se adentra en el perfil de un niño destinado para matar. “El Iguana”, un niño sicario de diez años, frío, solitario y malo.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

SICARIO. Por Guillermo Monsanto

Edmundo nació bueno, como todos. Dicho sea de paso, acuerpado por los derechos humanos y la iglesia que ese día no tuvieron la oportunidad de ir a ponerse a sus órdenes. Como pasa con todos. Concebido animalmente, entre las llamas fatuas de la juventud, sin haber sido deseado. Con un coeficiente intelectual promedio; mal alimentado por “la falta de oportunidades”. Sin exceso de afecto. Consecuencia de la inercia y un destino marcado ya desde sus ancestros. ¿Error? Producto, de una sociedad ciega e indolente. En otras palabras, el sujeto perfecto, señalado desde el vientre, para matar.

Sus primeras experiencias estuvieron marcadas por la supervivencia. Desnutrido y casi olvidado, fue un bebé cuyos maltratos variaron desde el hambre extremo hasta la incesante tortura. Lloraba, un cinchazo. Fiebre, agua helada. Parásitos, con suerte agua de jacaranda. Fue tanta la exposición al dolor que a los dos años dejó de manifestar emociones. Ni la apaliada que recibió por haber dejado escapar la gallina le sacó siquiera un gemido. Fue por aquella época que empezó a mirar a los ojos de un modo tan particular. También fue en aquellos momentos que su madre comenzó a tenerle miedo. “Patojo endemoniado” decía.

A los cuatro empezó su camino hacia la delincuencia ¿Cuánta droga trasportó para el nuevo novio de su mamá? Nadie sabe. A los seis años recibió una paliza que lo llevó al hospital. El motivo; le dijo inocentemente a la pareja de turno de su progenitora que él no hacía favores sin “lenes” de por medio. La golpiza fue de tal magnitud que la Procuraduría de los Derechos Humanos tuvo que intervenir para que la turba y la policía no mataran a golpes al “padrastro”. El niño viajó solo en la ambulancia y al recuperarse nunca volvió a su casa. Se escapó una noche y empezó a rodar por las calles.

Más abusos. Más violencia. Más soledad. No se puede hablar de desesperanza ya que nunca conoció la esperanza. A los nueve fue reclutado. Edmundo ya no se recordaba de su nombre y desde hacía mucho le llamaban “El Iguana”, por su sangre fría. Egocéntrico, egoísta, calculador, cínico, agresivo y dominante. El muerto de su bautizo como sicario, alguien de su familia. Mató a su madre. Con una sonrisa de hiel dibujada en el rostro le cortó el cuello con un cuchillo dentado. Aserrando la piel, luego los nervios, músculos, mientras ella se ahogaba de la angustia, hasta que le separó la cabeza la cual se llevó como recuerdo. Luego le extrajo el corazón. Su cuerpo apareció desmembrado, para regocijo de la pandilla, en por lo menos seis bolsas plásticas. A ella se le sumaron, en menos de un año, siete choferes de camioneta, una “chava” que se apartó de la acera cuando lo vio venir, un policía que compraba unos cigarros desprevenido y un “don” del mercado. Ese día se acabó su suerte. Una turba le dio alcance y luego de lincharlo, le prendieron fuego estando aun consciente. La gente que lo vio morir dice que entre las llamas pudieron ver la efigie del Diablo mirándolos. Amenazador. 

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