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Corre y va de nuevo, calor, ruido, calles cerradas y el fin de la cuaresma está por llegar. La Semana Santa, puntual y precisa como año con año, se repite en nuestra esquina del mundo.

Unos le llaman tiempo de devoción, tradición y hasta se refieren a la época como patrimonio nacional. Presumen de su fe en las redes sociales, “que si el olor a corozo”, “la pasión me llena”, “la mejor época” y con el poder de la negación hasta borran la conducta que llevaron el resto del año.

Como fiesta popular, en la cual al comenzar la música de reguetón, el Miércoles de Ceniza da el banderazo de salida y les recuerda a todos que “una vez más se tiene la oportunidad de ser bueno” o al menos aparentarlo.

Y qué mejor manera de darse ese crédito público, que llevando en hombros una imagen de madera. Una hazaña, que, por difusión propia, les hace merecedores de la admiración y el respeto de todos sus amigos. Siempre y cuando se haya promocionado con antelación, en la mayoría de los casos, desde que la marca de ceniza se posara en sus frentes. Pero dejando las hipocresías, por un lado, la Semana Santa tiene una magia, una que es muy particular y propia de los capitalinos.

Así se vive en Centro Histórico

Para algunos este tiempo de renovación espiritual es un constante recordatorio de lo efímero de nuestro paso por el mundo. Otros, ven un bien merecido descanso, durante el cual poco o nada importa lo que se esté conmemorando.

Lo cierto es que durante este periodo, independientemente de como lo celebremos, una sensación se apodera de todos. Podrá ser el amor fraternal que todos profesamos, la falsa tolerancia o la introspección que nos mantiene poco alertas de las cosas más inverosímiles que suceden en la metrópoli.

Los vivos, se vuelven más y a los menos, el olor a corozo pareciera darles licencia para ser creativos. Alrededor del feriado más importante del año, la economía se reactiva de una forma impresionante. Y mientras unos descansan, otros sudan el lomo para sacarle provecho a la época.

No cabe duda que la Semana Santa llena a los capitalinos con un espíritu de emprendedores, bañados en fe y devoción. Todo se puede y se cobra, en el nombre de Dios.




Clímax y final

Los hoteles del Centro Histórico se llenan de turistas, que viajan para estar aquí esos 9 días de fe y algo más. Otros más pilas, alquilan cuartos a bajo precio e incluso hasta de los garajes y jardines de sus casas sacan provecho como estacionamientos.

Otros rentan bancos a los espectadores, que, cansados de las largas jornadas de espera, pagan para sentarse un momento antes de que pasen los cargadores en todo su esplendor. Algunos abren sus zaguanes para vender todo tipo de chucherías, desde panes con frijol, manías, aguas y hasta artículos religiosos para hacer más emotiva la espera.

Para unos es el clímax de un período de reflexión y acogimiento espiritual, otros en cambio, dan gracias a un poder superior que el fin está cerca. No serán mas esos aglutinamientos, calles cerradas y ventas callejeras ambulantes.

El Centro Histórico volverá a su ritmo. Una vez más la delincuencia, el desorden vehicular y los buses, ocuparan su lugar en el caos de la urbe y el desorden propio de los habitantes del Centro será suyo y suyo nada más. 




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