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De nuevo Monsanto se adentra en las entrañas de la envidia y pondera de lo que son capaces aquellos que la sienten.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

SALADO. Por Guillermo Monsanto

No hay veneno más eficaz para el mediocre que el éxito de quienes lo rodean. Cada conquista es un fuste que lacera su entendimiento. Nublado su raciocinio por el odio, los envidiosos dan rienda a oscuros sentimientos que, desde la clandestinidad, crecen más allá de lo racional. Incluso hay quienes recurren a la brujería como medio de frenar el avance de los demás.

Leonel, el mejor amigo de “Chus”, siempre estaba a la par de éste. Cumpleaños, almuerzos, paseos, aventuras, emprendimientos, en fin. Si uno se daba la buena vida, el aludido se la daba mejor. Estadías pagadas en Xela, Retalhuleu, Petén, Las Lisas; siempre iba tras él, cual lapa, a donde fuera. “Leo”, aferrado al éxito del segundo, era la sombra de Jesús en casi todas las circunstancias.

En 2012 el amor tocó las puertas del corazón de su camarada y como era de esperarse, cada vez tuvo menos oportunidades para compartir. En estas circunstancias cada uno siguió, más o menos, su rumbo. Con la plenitud efusiva del enamoramiento la prosperidad siguió llegando vestida de distintas formas. Carro nuevo, viaje a Europa, asenso en la oficina, un recorrido como mochilero por toda Centroamérica y una felicidad que se desbordaba a más no poder.

Mientras tanto para Leonel, que anhelaba todo lo de “Chus”, su inercia tomó una velocidad relativa. No le iba mal, pero no estaba contento. Sentado en su cama, a la una de la mañana, “husmeando” las redes sociales, se dio cuenta que en realidad el sentimiento por su “amigo” no era de afecto. Que, si lo hubo, ya había cambiado. Lo odiaba. “Qué derecho tenía Chus a ser feliz”. Y una vez sembrado el mal en lo más profundo de su corazón, puso manos a la obra.

Semanas después, sentado en la desvencijada mesa de la tienda de doña Blanca, gaseosa en mano, Jesús le contó a la tendera sus desgracias. “Estoy salado y no entiendo muy bien por qué… nada me sale bien”. Y fue de la noche a la mañana. Amor, casa, amistades, trabajo, todas sus relaciones en general, se dislocaron en cuestión de días. Su próspera suerte se dio la vuelta dejándolo sumido en la depresión y, casi, el suicidio. “Hay Jesús”, le dijo la mujer, “a ti te han de haber hecho un trabajito con sal; dame tu mano”. Luego de verla con detenimiento “y fue alguien que está, o estuvo, muy cerca de ti. Ven a la noche, voy a desarmar el entuerto”.

Poco tiempo después su suerte empezó a mejorar otra vez. Su antiguo jefe lo mandó a llamar y le restituyó el trabajo. Las gentes, el amor y las cosas perdidas, regresaron a él de vuelta. Mientras Leonel empezó a decaer en todos los sentidos. Un extraño mal le cambió el color de la piel, que ahora lucía cetrina. Se le cayó el pelo y unas pústulas le marcaron el rostro. El muchacho sano y apuesto había desaparecido. Cuando Jesús lo vio se asustó y, bien intencionadamente, lo llevó con doña Blanca. Ella, al verlo, sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo entero. Tomó su mano con marcada repulsión y, luego de verla unos segundos, la soltó con asco. “No puedo hacer nada por ti”, le dijo. “Esto que tienes es progresivo y es el resultado de un trabajito que se te revirtió”. Esa noche, solo en su cuarto, cayó en agonía. Encontraron su cadáver, engusanado y cubierto de mariposas negras, siete días después.   

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