Reencuentro en París (II) -Blog: el vuelo del colibrí imagen

Y aunque París es para muchos la ciudad más romántica del mundo, yo la recordaré siempre como el lugar donde me reconecté con una parte de mí que había olvidado.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Mi transformación empezó unas semanas antes del viaje, cuando orgullosa de haber hecho una lista de ropa “indispensable” para empacar lo mínimo, visité a mi hermana y a mi sobrina: “llevo un par de pantalones tipo cargo, unos jeans, t-shirts, zapatos tenis y gorra”, dije orgullosa de mi eficiencia. Las dos abrieron mucho los ojos y con una mueca de desaprobación dijeron: “está loca”.

No entendía por qué ellas no aprobaban mi lista perfecta. Yo, que vivo en una casa de hombres, estoy acostumbrada a ropa práctica, a poco maquillaje y a la eficiencia. Ellas sacaron la palabra eficiencia de mi equipaje y me hablaron del “glamour”. Me sentaron en la sala, pusieron música clásica y me enseñaron los vestidos vaporosos, los sombreros coquetos y las sandalias delicadas que planeaban llevar. Me explicaron que era un viaje de mujeres; que París era una ciudad femenina y entre bromas, insinuaron que si yo llevaba cargo pants y gorra, ellas caminarían con sus vaporosos vestidos y sus sombreros, algunos pasos lejos de mí.

Esa semana me sorprendí al encontrar en el fondo de mi closet algunos pañuelos y vestidos que había olvidado. Saqué de la valija los jeans, la gorra y los tenis; y los sustituí por vestidos y sandalias. No pude desprenderme de los pantalones tipo cargo ni de mis zapatos de caminar, y los dejé escondidos en el  fondo de la valija porque sabía que no pasarían el “detector de glamour” de mis compañeras de viaje.  Me hice un manicure, adorné mi sombrero de playa con un pañuelo y me sentí lista para viajar a París.

El día del viaje llegó tan rápido como lo esperaba y entre conversaciones y risas aterrizamos en la Ciudad de la Luz. Poco tiempo después, nuestro taxi atravesaba el Sena y la inigualable París nos daba la bienvenida con un medio día soleado. El diminuto apartamento era perfecto: en una calle de anticuarios, a pocos pasos del río y a tres cuadras de mi museo favorito. Decidimos, para evitar el jet-lag, dormir un poco y luego salir a dar un paseo para almorzar y recibir algo de sol.

Hicimos la siesta y a la hora acordada, yo estaba lista con mis cargo pants, una mochila y mis zapatos de caminar. “Es el primer día y necesito estar cómoda para reconocer el área”, les expliqué. Mi hermana y mi sobrina intercambiaron miradas y me ignoraron. No parecían tener prisa, pusieron música y empezaron a sacar ropa y cosméticos de la valija.

Yo pensé que ellas se maquillaban como yo, en dos o tres minutos; y las estaba esperando de pie,  junto a la puerta del apartamento. Pero estaba equivocada. Después de diez minutos, me di cuenta que para ellas el maquillaje era un ritual. Mi sobrina había sacado estuches de sombras, maquillajes, delineadores, perfumes y cremas; y se maquillaba frente al espejo de la sala como si estuviera pintando una obra de arte. Mi hermana se acercaba de vez en cuando para probarse algún color de pintalabios.   Y yo las veía etrañada:  no había visto tantos cosméticos desde el día que me maquillaron para mi boda.

Impaciente, traté de apurarlas, pero fue en vano. Disfrutaban del proceso de prepararse para el paseo. Me sentí ajena a su forma de actuar e incómoda ante tanto “tiempo perdido”; pero ellas me echaron perfume (el mío se había quedado en Guatemala), me prestaron un pintalabios y me regalaron una dosis de glamour.

Con el tiempo, le tomé gusto al ritual matutino en el que nos preparábamos entre música y bromas. Poco a poco empecé a preferir vestidos y sandalias para mis paseos y empecé a tomar más tiempo para maquillarme. Un día les pedí que me hicieran trenzas; otro día compré un perfume; y una tarde, al ver la foto que me tomaron frente a los Lirios de Monet, me sorprendí ante mi transformación. De alguna manera, el compartir cada mañana con estas dos mujeres, me había devuelto algo que tenía olvidado en el fondo de mi closet.




El viaje a París no fue eficiente, no tuvimos un itinerario perfecto y seguramente dejamos atracciones importantes sin visitar. Fue un viaje de ritmo lento en el que en cada cuadra nos esperaba un momento mágico: una venta de flores en la que nos deteníamos a tomar fotos y a oler los lirios, una chocolatería en la que nos asomábamos a degustar una trufa, una banca para sentarnos a escribir un poema.

Sin mapa, dejamos que la intuición nos guiara, seguimos el olor de las panaderías en busca de croissants, entramos a las perfumerías a llenarnos de fragancias y compramos zapatos en las boutiques más elegantes. Fue una experiencia llena sorpresas: un concierto de violín en la Sainte Chapelle, un paseo en bicicleta en el que recordé a mi niña interior, un regalo de cumpleaños que guardaré siempre en mi corazón y un chaparrón al salir de Notre Dame que nos obligó a resguardarnos en un bistro donde “solo servían champagne”.

Y aunque París es para muchos la ciudad más romántica del mundo, yo la recordaré siempre como la ciudad donde me reconecté con esa energía femenina que tenía olvidada, donde  hablé de mujer a mujer con mi sobrina y donde en la mirada de mi hermana, sentí un abrazo de almas.  

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