Partida doble (XI y XII): La columna del haber por Vania Vargas imagen

Dicen que existen los vecinos que no se quejan del ruido. Yo tengo la teoría de que esos vecinos, regularmente, son el ruido.

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XI

Dicen que existen los vecinos que no se quejan del ruido. Yo tengo la teoría de que esos vecinos, regularmente, son el ruido. Vivo sola, pero, a mi pesar, convivo con las interacciones cotidianas, invisibles pero audibles, de mis vecinos de turno. 

A veces me pregunto cómo soportan entre ellos sus risas estridentes, sus llamadas a gritos por teléfono, su televisor desatendido a todo volúmen, la música fuera de modulación que sale de sus celulares. 

Siempre sé que si el relajo continúa un poco más allá de mi paciencia, tendré que salir, tocar la puerta, esperar que abran a medias, me reconozcan con tedio, cuando con la amabilidad severa de siempre les pida que bajen el volúmen, les explique que no me interesa conocer los diálogos de sus programas de TV o su noticiero. 

Les pregunté si alguna vez han sabido qué películas veo o si saben, por lo escuchado, cuál es mi música favorita, así se forjó nuestra relación de vecindad, así nos hemos soportado. Sin embargo, aprovechando que se acerca la Navidad, algo en su retorcido interior les dice que debo tolerarlos, soportar su alegría, su fiesta, el sonido agudo y la aceleración desmedida de su serie de luces de colores que sale por la ventana y dejan encendida titlando y chirriando más allá de media noche. 

Varias veces me he regresado de la puerta, he deseado que baje la temperatura a tal grado que cierren su ventana y abracen su relajo, me he contenido. Hace unas noches, entré al edificio y los vi frente al ascensor, apachando el botón rojo con insistencia de tonadilla navideña. Tenía, a pocos metros de mí, dos opciones: Seguir de largo hacia las gradas y subir a pie, sin pudor, los cinco niveles, poniendo en mayor evidencia mi rechazo, o asumir con resignación la casualidad, saludar, entrar con ellos al elevador, presionar el botón del quinto nivel con una sonrisa apretada en el rostro, ver cómo la puerta nos encerraba lentamente, juntos, en esos mínimos metros cuadrados, y una en vez en movimiento, verlos a los ojos, sonreír y lanzar un sutil: Así quería tenerlos, hijos de puta… 

Entonces hice como que me llamaban por teléfono, retrocedí lo andado para salir del edificio, tomar un poco de aire, caminar… ya va a ser Navidad, dicen que es tiempo de paz.

XII

Lo que en realidad representan las fiestas de fin de año es el caos, el caos previo a todos los principios. 

Más allá del significativo árbol siempre verde que sobrevive a las noches más frías, está el desorden, la confusión, arremolinándose en la orilla del nuevo ciclo. En estas fechas, el amor y la paz son deseos, mantras a los cuales el oficiante intenta agarrarse. 

El otro día conocí, durante un vuelo, la historia de una de sus víctimas y sobrevivientes. Se quitó los tapones de los oídos, el cobertor de los ojos, y me pidió permiso para pasar hacia el baño. Cuando regresó, en un momento de vacilación antes de volver a ponerse los tapones, me empezó a hablar. 

Había sido un vuelo tranquilo, y eso era algo que agradecía. Un año atrás, en vísperas de las fiestas, ella había tenido que trabajar, y con mucha suerte había logrado tomar un vuelo con varias escalas para volver a tiempo a casa. 

Se sentía cansada, nerviosa. Había cerrado los ojos previo a abordar cuando una mujer se acercó y con un inglés casi gritado le preguntó si la puerta de salida del vuelo era esa. Abrió los ojos, la vio, vio la boleta que cargaba en la mano, confirmó. 

La mujer se sentó cerca. Decía que quería fumar, que estaba nerviosa, que le daba miedo volar. Una llamada interrumpió sus quejas. La sala entera pudo escuchar su conversación. 

Ella aprovechó para tomar su bolsa, alejarse un poco y rogar porque no le fuera a tocar cerca en el avión; pero allí quedó, casi a la par, con el angosto pasillo de por medio. Ese vuelo transcurrió entre constantes visitas de miembros de la tripulación hacia la fila de la mujer, pidiéndole que se callara, que dejara de gritar, advirtiéndole que estaba poniendo nerviosos a los pasajeros que se levantaban a medias para tratar de entender qué sucedía, que se miraban en silencio o gesticulaban con desaprobación. La situación empezó a calarle en la ansiedad. 

No tardó en convertirse en la pasajera que combatía el relajo con chitones violentos, y terminó protagonizando junto a la mujer una violenta discusión en pleno aterrizaje. No habían deshabilitado la señal de los cinturones cuando la mujer se paró y empezó a cruzar el pasillo para salir del avión. Ojalá la esté esperando la seguridad del aeropuerto en la puerta. Deberían investigarla, la mujer no es normal, se decía a sí misma mientras la veía abrirse camino. 

Esperó su turno para salir, y de hecho, afuera dos agentes la tenían detenida. Ella sonrió con satisfacción, hasta que la detuvieron también, le pidieron que los acompañara a ellos y a la mujer a un cuartito para un breve interrogatorio. No hubo conexión próxima válida, explicaciones, reunión familiar de fin de año, ni intentos de hacer entender. Así es el caos de la temporada, me dijo, y se volvió a colocar los tapones en los oídos. Hay épocas en las que da más miedo que la turbulencia. 

PARTIDA DOBLE: LA COLUMNA DEL HABER POR VANIA VARGAS




Pudo haber sido Bonnie Parker, una joven audaz sobre el trapecio volante, interprete de los sueños de algún Presidente, mesera en el restaurante de una carretera solitaria o una abnegada madre de familia, en cambio se pasa los días viendo, sintiendo y tratando de contarlo.

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