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Desde Madrid Monsanto nos cuenta la historia de una mujer abusada al limite por su marido y suegra… El desenlace, de consecuencias fatales.

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NO MÁS 

Por: Guillermo Monsanto

Aquella boda fue la de dos príncipes al mejor estilo de Walt Elias Disney. Ambos novios competían, en su belleza clásica, con el ideal griego. Aquel inicio, que le costó una fortuna al papá de Elisa, fue comandado implacablemente por la mamá del novio. Dama de la alta sociedad guatemalteca, dominante, desconsiderada y testadura como pocas, que no cejó un solo centímetro de poder a la que pronto sería su consuegra. “Mal augurio”, decía su abuela materna, “muy mal augurio”.

La luna de miel fue en Europa. Ésta, pagada por los padres de Amílcar. Ninguno de los dos, hay que hacer la acotación, quería como destino un tour por Europa pero, “como ya estaba pagado”, aceptaron. El primer incidente sucedió la noche de bodas. Lo que el chico respetó durante el noviazgo, lo tomó con cierta violencia la noche de bodas. Estaba siguiendo el consejo de su madre, “debes dejar claro quién es el macho alfa desde el principio… sólo así la tendrás comiendo de tu mano”. Y así fue.

De regreso a Guatemala, durante los próximos seis meses, la suegra tomó posesión de la vida de Elisa “entrenandola” en cómo debía administrar su casa. El modo cómo debía tratar al servicio y la distancia conveniente entre ella y sus trabajadores. Ah, lo más importante, alejar a sus padres del hogar conyugal ya que “el casado casa quiere”. Sus amigos personales fueron confinados primero al teléfono y más adelante, ni a eso. Ella, aconsejada por su propia madre, guardó silencio sumisamente; “ya cambiarán las cosas con el tiempo”.

Y sí, cambiaron. El primer golpe llegó una noche en la que Elisa no quiso hacer el amor. Trató de defenderse, pero fue repelida implacablemente. A partir de ese momento y ya con temor, perdió la voluntad de defenderse y entró en una etapa de automatismo conformista. Quizás sí tenían un bebé las cosas cambiarían. Pero fue para peor. Ahora, “gorda y fea como estaba”, les decía Amílcar a sus amigos, “no le apetecía ni verla”. Fue en aquel momento que solicitó a su madre que se trasladara temporalmente a la casa porque “su mujer además de estúpida estaba torpe”. Los golpes siguieron y Elisa, por delicadeza, se quedó callada. Solo el médico, también en prudente silencio, notó los moretones.

Cinco años después, en el centro comercial, se encontró al que fuera su mejor amigo en la universidad. El abrazo y la alegría fue espontáneo. Ambos presentaron a sus respectivas parejas e hijos y siguieron su camino. En la cena, ya con los dos niños acostados, Elisa tenía planeado contarle lo de su tercer embarazo. No tuvo tiempo. Cuando se acercó para darle la noticia recibió un fuerte puñetazo, seco, directo en la boca del estómago. “Qué tipo de mujerzuela saluda a un hombre de manera tan efusiva de su propio marido”. Perdió el bebé. Es, quizás, la vez de las muchas que siguieron, que en realidad Amílcar se cuestionó si no se le estaba yendo la mano. Sin embargo, siempre aconsejado por su “mamaíta” desechaba el pensamiento y volvía a las andadas.

Un domingo, mientras cenaban, Amílcar perdió el conocimiento. Minutos más tarde, la vida. Lo dopó en un momento de impulso y luego le reventó los sesos con la pelota de boliche. El juicio, como todo en Guatemala, fue largo. Aunque fue encontrada culpable del asesinato no le fue tan mal. Entre lo declarado por los testigos y el médico, que fue clave, logró una consensuada libertad. También reclamó, para sus hijos, una enorme fortuna que ganó por la vía de un intestado. Su suegra fue internada en un hospital psiquiátrico, perdió la razón al encontrar a su hijo, con la cabeza destrozada, sobre la mesa.

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