Ni de aquí ni de allá imagen

La historia de una señora que en el afán de buscar una mejor vida, se encuentra en el limbo de pertenecer a su país y ser parte del sueño americano.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

En una vacación por los Estados Unidos, sentada en una cafetería me la encontré limpiando mesas y desechos de comida de personas que, como yo, habíamos decidido comer en el Food Court para no desperdiciar más tiempo de nuestras preciadas compras. Le pregunté cuál era su historia, qué hacía en ese lugar y lo más importante, quién era Adela. Tenía aproximadamente 44 años de edad, era originaria de Honduras y había viajado hasta México para cruzar la frontera hacía 30 años. Llevaba esa cantidad de tiempo sin tocar su tierra, sin ver a su familia, sin volver al lugar donde dejó tirado el ombligo. 




La curiosidad me surgió instantáneamente, ¿qué sentían esas personas que en condiciones iguales que muchos de mis compatriotas se iban de su país para nunca poder regresar persiguiendo el sueño americano? Me contó que ella, al irse de su país no aspiraba tener puestos excepcionales ni volverse millonaria, pues “ya sabía cómo era la cosa”, pero aseguraba que un puesto de empleada doméstica en Tegucigalpa le traería mucho menos dinero de lo que ganaba en Estados Unidos. Sin embargo, esta ganancia tenía sus costos a nivel emocional. Adela lleva 30 años sin ver a su hermano, nunca se perdonará haber dejado que su madre enfermara y muriera, sin una hija que la cuidara en su lecho. Al inicio, creyó que iba a ser fácil mandar dinero, sacar algo del país en donde una vez dentro, todo era más sencillo. Para su sorpresa no podía sacar nada, mandarlo era más caro que haberlo ganado, no podía asegurar su casa, si enfermaba o necesitaba ayuda, se arriesgaba a que la separaran de sus hijos y la mandaran por la fuerza a su país.




No era de allá, pues estaba segura que si volvía a su pequeña casa en Ocotepeque, no podría reconocer ni el barrio donde nació. Tampoco era de aquí, pues si algo le pasaba, nadie velaba por la persona que indocumentada “se robaba los trabajos de los gringos”. Al tocar este tema, su expresión facial cambió, se sentía enojada, aseguraba haber trabajado varias veces con estadounidenses, “ellos no hacen las cosas como uno, no aguantan la misma cantidad de horas, no quieren las mismas jornadas y buscan siempre el camino fácil”. Aseguraba que los empleadores más grandes siempre buscaban hispanos para hacer los trabajos, pues su necesidad de quedarse era tanta que ponían cada gota de su sudor disponible en su trabajo. Se describía como “trabajadora, buena mamá, mala hija y de ningún lado”. En sus ojos, una profunda tristeza cuando hablaba de lo que había dejado atrás, de la gente a la que había prometido ayudar, sin poder cumplir esta promesa. Esta mujer tenía tantas historias que es difícil tratarlas de sintetizar todas en un simple relato.




Una mujer verdaderamente admirable, que vivía arrepentida de haber dejado responsabilidades familiares, de no haberle dicho un adiós apropiado a su madre. Vivía con miedo, de enfermarse, de que sus hijos enfermaran, por qué de dónde se iba a sacar el dinero para curarlos, cómo se aseguraba que una ida al hospital no le iba a costar sus treinta años de trabajo. Finalmente, vivía con esperanza, de algún día encontrar un lugar con oportunidades ligeramente mejores, donde podría sentirse parte sin el constante miedo de la persecución de vivir una vida que no le correspondía. Me contó cómo en el Huracán Irma, cuando todos habían evacuado, ella tuvo que ser la última en evacuar, ya que le pedían que quedara todo limpio en las afueras del Centro Comercial antes de la tormenta. Cuando al fin lo logró, llegó a un refugio con sus hijos y moría del miedo, porque si algo llegara a pasarles ¿cómo iba a cuidarlos a ellos? Y si uno de los policías del refugio le pedía sus papeles ¿qué haría ella entonces? Este es solo uno de los muchos riesgos que Adela ha tenido que tomar estas últimas tres décadas de manera cotidiana, reflejados en su cara como un poco más de años de los que en realidad ha vivido. Ni un día con completa paz, ni un día sin remordimientos y, sin embargo, ninguna esperanza de poder deshacer la decisión que tomó cuando era solamente una niña. 




Como esta mujer con su historia, existen miles de guatemaltecos que viven lo mismo todos los días. Alejados de casa, sin poder comer tamales, champurradas, rellenitos y frijoles; sin ver a sus abuelitos, a sus hermanos y a sus papás. Personas que llevan muchísimos años sin experimentar el privilegiado clima, sin poder abrazar a sus seres queridos, sin tener la dicha de despertar en la mañana con la tranquilidad de ser parte de un hogar al que todos llamamos Guatemala, en el que a pesar de sus cosas malas nos sentimos tranquilos de formar una comunidad en la que nos sentimos como en familia. Hoy, más que nunca creo que debemos aprovechar lo que tenemos. Apreciemos la dicha de tener cerca a los que queremos, de poder sentirnos en casa en donde quiera que vayamos, de poder recibir una sonrisa o un saludo cuando caminamos por la calle, de no vivir con el miedo de ser descubiertos sin un pinche papel que puede significar nuestra vida. Asimismo, es necesario que tomemos consciencia de la situación que viven nuestros guatemaltecos expatriados, sufriendo todos los días por perseguir la utopía de un sueño que para costando más de lo que vale. Tal vez conocemos a alguien que quiere tomar en un futuro este camino, a quien podemos enseñarle el otro lado de la moneda para que sepa que la vida en nuestro país es dura, pero que muchas veces en el norte perdemos mucho más de lo que podríamos ganar. 

 

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