Hace una semana presencié una pequeña pelea de poderes entre una pareja para convencer el uno al otro de pasar la Navidad en la casa de su mamá.
“Los tamales de tu mamá son horribles” argumentaba ella mientras él un poco más calmado le decía que este año tocaba en su casa. No importaba el sabor de los tamales la regla era esa y se debía cumplir.
Mientras que en un foro de mamás alguien hacía alusión a los días que hacen falta para cenar con la suegra. Unas se lamentaban y otras celebraban la fecha aludiendo que su suegra era como su segunda mamá y que se sentían dichosas en compartir las fiestas con ella y la familia del esposo.
Para mi, dejar de asistir a la celebración de Navidad en casa de mi mamá fue lo más difícil que me ha tocado sacrificar ahora que estoy casada. La primera noche de Navidad lejos de la celebración que me había acompañado más de 30 años fue demasiado triste. Esa noche lloré amargamente.
A mi esposo le tocó reconocer meses después que la Navidad no es la celebración más simbólica y especial de su familia, más bien para él la época del año más esperada es la Semana Santa. Renegociamos las fechas y logré convencerlo de que cambiáramos la fórmula de un año con mi familia y otra con la suya.
Así quedamos, cada Semana Santa se vive con su familia con gran intensidad y la Navidad de igual forma pero con mi familia.
Para mí, ha sido la batalla ganada más deseada, soy feliz cada año. Solo en una noche recibo más de 47 abrazos, disfruto de la oración de medianoche, de los recuerdos de la infancia en la casa de la abuelita y sobre todo del calor de la familia.