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Hay que tener cuidado frente a quién celebramos nuestra prosperidad. El mal de ojo nace en el corazón de los envidiosos y puede tener efectos catastróficos.

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MAL DE OJO. Por Guillermo Monsanto

El nacimiento de Mauricio llenó un enorme vacío en el hogar de Marina y Gregorio. No es que la vida en pareja fuera mala, al contrario. Habían compartido casi veinte años de un matrimonio ejemplar. Lapso en que superaron la etapa emergente con holgura. El bebé nació perfecto, casi pesó las nueve libras y, durante las primeras semanas, fue un niño muy tranquilo y rebosante de salud.

Paola, la hermana de Gregorio, quien vivía en el Canadá desde hacía mucho, viajó a Guatemala para conocer al esperado sobrino. Fue recibida con amor y, para ella, la casa se vistió con las mejores galas. Bordados de Bélgica sobre las mesas, sábanas de Estanzuela, vajilla de porcelana alemana, cristales de la República Checa, flores en su habitación y una colección de arte, no muy numerosa, pero sí de cierta importancia. En su inocente emoción la pareja olvidó una máxima sabia: “No hagas gala de tu felicidad frente a las miradas celosas”.

El encuentro entre tía y sobrino fue particular. Ella se asomó sobre la cuna en el momento que la criatura abría los ojos y, durante unos segundos, sus miradas se cruzaron fascinadas ¿qué pasó por la cabeza de Paola? nadie lo sabe. El niño comenzó a llorar segundos después y, a partir de ese momento, su personalidad cambió notablemente. Había sido “ojeado” por una mirada llena de envidia y maldad. El infante lloró casi veinticuatro horas hasta que el cansancio lo venció. Así, día tras día.

La visita se quedó en aquella casa apenas una semana. No volvió al lado del niño y, a quien quiso escucharla, le dijo que sus padres eran muy malos con él y que por eso lloraba tanto. Qué, probablemente, lo estaban maltratando físicamente para tratar de quebrantar su personalidad. Incluso se atrevió a decir que dudaba de su capacidad para criarlo. En siete días acabó con la credibilidad de aquel hogar, minando la confianza de familiares y amigos, que vieron como mera apariencia las virtudes que la pareja exhibía desvergonzadamente.

Fue muy rápido. Los médicos se toparon con una severa infección ocular sin origen identificable. En simultáneo, de tanto llorar, Mauricio fue menguando hasta quedar sin fuerzas, sin apetito y pesando apenas cinco libras. Murió antes de cumplir los tres meses. Sus padres, sumidos en el luto, fueron procesados por el asesinato del niño. Sin embargo, fueron absueltos por faltas de pruebas. En medio de su profunda tristeza, encendieron el gas de la casa y se suicidaron sin dejar ninguna nota.

Todo mal se revierte. En Canadá, un compañero celoso de la carrera profesional de Paola, la involucró en un delito que la llevó a la cárcel. Allí permaneció varios años. Fue liberada por padecer de un cáncer terminal que ya la había dejado ciega y que le causaba dolores inconmensurables en el estómago. Durante el desarrollo de su enfermedad recordó cíclicamente la mirada que su sobrino le devolvió en su cuna, en aquel momento le había devuelto el mal de ojo.

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