LAS MAQUINITAS imagen

Pero me levanté y volví a retarlo, ahora en la forma de karateka de Japón.

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Desde que pasamos frente al comedor chino ya escuchábamos las maquinitas. El ruido de la machucadera de botones y los “Jaduuuu quen” mal calibrados—por lo viejo de los aparatos—nos guiaban. Eran las once. Como cada día de las vacaciones de junio que nos concedía el sistema “americanizado” de nuestro colegio, mi hermana y yo le solicitamos a la abuela que nos llevara al oscuro local aglutinador de esencias de sudor & óxido.

La viejita, que llevaba puesto un juego completo de pants y lucía un tinte violáceo en el cabello, se sentó a sorber un jugo de naranja y a decirle buenos días, joven a los distintos mochiludos fugados de colegios de barrio con nula credibilidad académica. Mi hermana bailaba sobre una plataforma que salpicaba luces y yo transfería katos virtuales en Street Fighter.

Mi adversario de esa dulce mañana era un moreno bien engelatinado portador de una amplia colección de pulseras y anillos con motivos artísticos tales como calacas, hojas de marihuana y el logo de Héroes del Silencio. Ningún saludo fue intercambiado entre nosotros, por supuesto. No éramos damas del Opus Dei cuchubaleando en la cafetería Zurich. Éramos gente que asiste a “las macanas”. Así que dejamos que la conversación ocurriera entre las patadas de mi criminal tailandés y las ondas sónicas de su militar estadounidense.

Me curtió a pijasos.

Pero me levanté y volví a retarlo, ahora en la forma de karateka de Japón. Mi fracaso fue aún más manifiesto. Probé ser un bello ninja español y aquello no alteró mi destino como recipiente de dolor y humillación. Su superioridad maquinil sobre mí no distinguía nacionalidades, disciplinas, género, color de piel o si mi personaje lanzaba o no chibolas de magia.

Tras múltiples enfrentamientos, mi adversario desabotonó su gastada camisa de uniforme y continuó peleando en camiseta, sometiéndome en camiseta.

Me habría considerado un perdedor, de no ser porque desde su banquito mi abuela me transmitía fe y más chocas. Yo era un guerrero, un guerrero de la luz. Y como dice el celebrado autor Paulo Coelho en su libro Manual del Guerrero de la Luz, “El guerrero entonces comprende que las experiencias repetidas tienen una única finalidad: enseñarle lo que no quiere aprender.” En aquel momento, lo que las experiencias repetidas de resucitar y ser matado de nuevo querían enseñarme era la importancia de poseer más fichas de veinticinco len.

Quizá debido al sofocante calor y el aumento de los vapores corporales, mi némesis soltó una exhalación de agotamiento. Entonces coloqué tres hileras de monedas sobre la máquina, a manera de declaración de intenciones. Seis batallas, y seis derrotas mías, más tarde, él se retiró a media pelea.

Con desordenados ataques pulvericé al miembro de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, Coronel Guile, ahora desprovisto de un alma. Luego grité mi triunfo con euforia y corrí a abrazar a mi abuela y hermana, quienes jamás habían dejado de creer en mí ni en mi talento para insertar más fichas.

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