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Monsanto nos relata cómo Elías burla a la muerte y el precio que tiene que pagar por ello. A veces, los sueños son el portal al inframundo.

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LA MUERTE BURLADA. Por Guillermo Monsanto

Eran pasadas las tres de la madrugada cuando la niebla comenzó a filtrarse por debajo de las puertas. Una alfombra densa y pesada, reptando peligrosamente por los corredores de la casa. Buscando, al acecho, zigzagueando cual serpiente. Algo se arrastra bajo ella. A lo lejos, truenos. Apagados, retumbantes, como si estos provinieron de las entrañas de la tierra. Como si el inframundo; el infierno, estuviera abriendo el paso para recibir a alguien.

Gritos. Llantos. Voces susurrantes, oscuras, terribles, llamándolo “Elías”. Lamentos; “Elías”. Una sombra comienza a materializarse. Lo que más le impresiona son los ojos de fuego. Una mirada sin rostro, terrible… el embozado alarga su mano. La tiende hacia su rostro, lo escruta. Los dedos helados al tacto. Tiene las uñas largas y sucias, con ¿sangre seca? Le cuesta respirar; se está ahogando. Algo se está desprendiendo de su cuerpo, siente que la vida se le evade en medio de un enorme dolor… Algo está mal, allí, atenazado, el miedo brota a borbollones. Otro grito. Despierta, todos en la casa lo hacen.

En la cocina, sentado, temblando todavía, con una taza de chocolate caliente en la mano, le cuenta a su nana el sueño. Ésta lo escucha hasta el final, sin interrumpirlo, pero visiblemente afectada. Es una mujer mayor, garífuna y ha estado con él desde el día que nació, protegiéndolo de su destino. “Yo también soñé lo mismo” acota, “la muerte vino a reclamarte por segunda vez. Ya te visitó en la cuna y yo pude conjurarla porque eras un bebé inocente. Siempre regresa”. Elías, criado en medio de las supersticiones culturales de su cuidadora, se aterró. “Hay que engañarla” le dijo, “solo que como la otra vez, algo tendrás que dar como prenda”. Elías, preocupado por su futuro, no se preguntó que daría a cambio. Se fue al cuarto de los niños, que dormían de nuevo, ya calmados del exabrupto por su amada esposa. La condujo a la habitación y la abrazó por el resto de la noche. Hasta el día siguiente no pudo pegar los ojos. Pasó el día más tranquilo cuando la santera le indicó que ya había realizado el trueque. Que la muerte había sido engañada por segunda y última vez.

Más fantasías confusas… un camión, bocinas estridentes. Neblina. Luces intermitentes. Se queda sin resuello. Despierta. Al lado de su lecho la fiel nodriza, con una taza de sopa caliente, atalayando su despertar, ansiosa. Él se percata, de a poco, que no está en su cuarto “¿Es el cuarto de un hospital?” En medio de la sorpresa observa detenidamente a su ama. Demacrada, más delgada, llorosa… vestida de luto riguroso. Comienza a recordar… El accidente, el barranco, los impactos contra las rocas ¡su familia! Está aturdido, no puede articular palabra. Ella habla con el matiz del que dicta una sentencia “el precio de seguir vivo fue demasiado alto, no podía sospechar que a cambio se llevaría a tu esposa, tus hijos y…” desmoronado, con el rencor a viva piel pregunta “¿Qué más se podía llevar esa maldita? Me quitó todo… ¿Qué más?” pero sí, la implacable muerte se llevó también sus piernas.

Semanas después, entre el sopor de los analgésicos, intuye la presencia de su fiel cuidadora a su lado. Pregunta “¿qué fue lo que la muerte se llevó la primera vez nana?” Ella se levanta, se dirige hacia la puerta, luego de dudar unos momentos, le dice “a tus padres, hijo, a tu mamá y a tu papá”. Sale.




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