Historias de Pueblo: La mansión blanca | El Blog de Juan imagen

Una finca por la Aldea Xetzac y una mansión blanca con un secreto trágico. La primera historia de la saga “Historias de Pueblo” por Alfonso Ceibal y Juan Diego Godoy en #ElBlogDeJuan

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Esta historia es la primera de la saga “Historias de Pueblo” contadas por Alfonso R. Ceibal y escritas por Juan Diego Godoy

Un fin de semana destinado a la aventura con un grupo de amigos inquietos y la idea de sentirnos unos niños libres y salvajes, nos llevaron a un campamento en una reconocida finca cerca de Tecpán, por la Aldea Xetzac. Teníamos quince años, dieciséis si mucho. Era el mes de noviembre y Tecpán, siempre tan verde y frío, nos deleitaba con la cantidad de terreno, bosque, montaña y hasta un río que atravesaba la finca en donde acamparíamos de miércoles a domingo.

Las actividades del campamento nos mantenían entretenidos todo el día. Pescábamos, recorríamos la montaña, hacíamos pruebas físicas y de trabajo en equipo. En las noches, no hacían falta las gigantescas fogatas cargadas de historias de terror, chistes y canciones. Todo marchaba bien hasta que el sábado un dolor de estómago me impidió asistir a los “retos” de ese día y quedé recluido en mi carpa. Solo, adolescente y sintiéndome un poco mejor a como había amanecido, decidí aventurarme por mi cuenta en la finca. 




Dentro de la mansión blanca

Empecé a merodear por el campo, pero a los pocos minutos recordé aquello que me había dado curiosidad desde el inicio: la gigantesca (o al menos así la miraba yo a los quince años) cabaña blanca que nos habían dicho que teníamos prohibido entrar. Nunca fui un niño travieso, digo, nunca más de lo normal. Pero siempre fui curioso, y esa curiosidad es la misma que un par de años después me ha obligado a compartir mis historias con otros. 

A paso firme decidí ir a la casa. Me paseé por el pórtico de la mansión blanca, asomándome de vez en cuando por las ventanas para ver el interior. Las puertas estaban cerradas pero había lago en ese lugar que me llamaba demasiado la atención. No sabía que era, pero sabía que necesitaba (quería) entrar. 

Estaba espiando a través de una de las ventanas cuando una señora que estaba dentro de la casa me pegó el susto de mi vida. Me miró fijamente y se acercó hacia la ventana. Me alejé unos pasos y ella la abrió. Era la señora que hacía la limpieza en la casa.

-¿Y usted? ¿Qué anda haciendo por aquí? – me preguntó con tono maternal. Mi cabeza comenzó a fabricar mil excusas.

-Estoy enfermo. Vine acá para ver si encontraba un baño…

-¡Ay pobre patojito! Mire, según me dijeron los invitados de la finca no pueden entrar a la casa a menos que estén los señores de la finca…

Mi cara de decepción, mezclada con una actuación merecedora de un galardón hizo que el corazón de la señora se ablandara y en menos de cinco minutos, yo ya tenía mis dos pies en la mansión blanca. La señora me condujo al baño y mientras recorríamos un pasillo largo, yo me admiraba de los lujos, adornos y decoraciones de la casa. ¡Era magnífica!

Fui al baño, o mejor dicho, fingí una ida al baño. Cuando salí, la señora no estaba esperándome al otro lado de la puerta. Supe que esa era mi oportunidad para explorar, solo un poco más, la mansión blanca y para luego contarle a mis amigos mi “aventura”. Pasé por pasillos y pequeñas salas de estar. Mis ojos enloquecían con todos los detalles arquitectónicos del lugar. Finalmente, aterricé en lo que parecía la sala de estar principal y mis ojos se clavaron en varias pinturas gigantes (medían casi un metro y un poco más de largo), que recorrían las paredes de la habitación. 




-Esos son los retratos de todos los que han sido dueños de la finca y sus esposas – dijo la señora, dándome un gran susto – Pensé que solo quería ir al baño, muchachito – me dijo con picardía.

-Perdón, seño. Es que en serio me dio mucha curiosidad la casa…

-No se preocupe. Los invitados que entran también se quedan impresionados de la belleza de la casa. Y también de estos retratos gigantes. 

-¿Quién es ella? – le pregunté señalando una de las pinturas, que retrataba a una señora con la expresión triste, de pelo castaño, ojos oscuros y tez pálida. Desde que la vi, supe que esa señora se me hacía conocida. La había visto en algún lado, estaba seguro. 

-¿Ella? Fue la esposa del penúltimo dueño de la finca. Pero murió en una tragedia. Una mañana la señora, que en paz descanse, amaneció muerta en el río. Nadie sabe qué pasó. Pero el señor, que también descanse en paz, perdió un poco la cabeza después de esto. Se volvió loco. Despidió a casi todos los empleadas, menos a mí y a mi mamá, acusándolos de haber matado a su esposa. El señor se peleó con el pueblo, cerró la finca, se regresó a la capital y no se supo más de él hasta que su nieto abrió las puertas de la finca de nuevo y hoy es lo que es. 

-¿Pero usted siguió trabajando aquí?

-Solo veníamos con mi mamá una vez por semana a hacer la limpieza. Pero fueron unos años muy callados. Recuerdo que mi mamá limpiaba este cuadro con mucho cuidado. Mantuvimos la casa limpia, pero la finca de por sí se descuidó mucho…

-¿Y nunca se supo por qué la señora apareció muerta en el río?

-No. Todos creemos que una noche salió a ver el río, se tropezó, golpeó la cabeza y se ahogó. Pero son solo cosas que cuentan, nadie sabe nada. Además nos dicen que no contemos eso para evitar chismes. 

Volví mi mirada a la pintura. Por alguna razón estaba seguro de haber visto a esa señora alguna vez pero al conocer la historia, todo me aterraba. 

Me despedí de la señora, quien me llevó a la puerta. Regresé al campamento y no le conté nada a nadie. 

Aquella noche soñé con el río, la casa y la señora. Al día siguiente levantamos el campamento y nos fuimos. Jamás regresé a esa finca. 

 

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