El after de Emilio imagen

Aquel no fue un after común. En él Emilio y un grupo de amigos probaron DMT y con él viajaron más allá de las inhibiciones.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Del diario de Emilio. La primera parte de la fiesta, satisfactoria. Buena música, las chelas pegonas. El surtido de la noche: dos holandesas, más locas que Van Gogh; la gringa, simpática y motera a lo Bob Marley; la rusa, entrona, segura de sí misma; las francesitas, remilgadas, modosas; y el canadiense gay, una sumatoria de todas las personalidades menos la de las francesas porque aventado sí que era. Todos, involucrados en esas noches donde se hacen “amigos para siempre”, aupados por el ambiente propicio y las ganas de pasarla bien.

A eso de las doce y treinta se nos acercó un chico sudamericano. Uruguayo o argentino. Difícil identificar su acento. Me deslizó un volante hechizo en las manos, previa advertencia “es solo para tu grupo, no lo hagas circular o no podrás entrar”. Todos vimos fascinados la invitación, eso de la “ley seca” a los chapines siempre nos ha parecido algo estúpido. Aunque pensándolo bien, las reuniones clandestinas siempre tienen un aliciente extra. Sí, finalmente que viva la mentada ley.

El “waze”, pese a lo confuso de la dirección, nos condujo a una ruina, no conozco el nombre porque no es de las turísticas. Desde fuera se percibía la excitación que había adentro. Recuerdo que pensé “menos mal que es una fiesta privada, aquí ha de estar toda Guatemala”. Dos chavos con planta de guaruras nos abrieron el paso, nos cobraron la admisión y nos colocaron una pulserita fluorescente. Entre frágiles puntales, luces psicodélicas artesanales, una DJ muy conocida, el bar bastante bien surtido, la pista con una alfombra de pino, un par de pases de coca para levantar el ánimo, nos adentramos en la pachanga.




Una hora más tarde reapareció el sudamericano, Silvio creo que se llamaba. Traía consigo lo que él denominó “DMT, algo que supera las expectativas del LSD”. Por supuesto que le compramos y con ello la noche adquirió un plus inusitado. Seguimos los ocho bailando hasta que, casi inmediatamente, empezamos a escuchar visiones. Sí, a escucharlas. No las veíamos, entraban en forma de sonidos por nuestros oídos, se trasformaban en sensaciones que nos hacían temblar y que podíamos ver. Cada uno en lo suyo. De a poco nos fuimos separando del grupo principal y empezamos a explorar las profundidades de la construcción. Podíamos adivinar, entre las piedras, los ojos de diminutos animales observándonos. Curioso, ninguno tuvo miedo porque lo único que podíamos sentir y expresar era amor. Estábamos conectados, como los habitantes de la luna “Pandora” del planeta “Polifemo” en “Avatar”. Las ramas de los árboles meciéndose con la brisa nocturna nos conectaban al planeta desde sus raíces. Las hojas luminosas. En la relativa oscuridad vibraban colores, sutiles algunos, intensos otros.

Pese al sereno, quién lo diría, las dos francesas se quitaron la ropa. Seguidas por el canadiense y paulatinamente por el resto. Yo, incluido. Nos acostamos en bolas en la acolchada tierra a ver el cielo, las nubes pasar… hicimos el amor, todos contra todos. Nos dormimos abrazados y no despertamos hasta que el frío fue insoportable. Con cierto horror nos dimos cuenta que el claro en el que estábamos era visible desde múltiples puntos de vista y que algunos curiosos madrugadores nos miraban ya extasiados.

No nos volvimos a ver después de aquella aventura. Por Facebook nos hemos ido conectando y todos coincidimos en algo. Aquel after es uno muy puntual en mi vida ¿Habré tenido una experiencia homosexual? Mejor no pensarlo. Acá termina el relato de Emilio. A este le agrego una acotación personal, ésta, aunque se parezca a la realidad, es una ficción.

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