Alfonso, el niño con cáncer imagen

Un espectáculo navideño se presenta en un reputado hospital oncológico. Los niños, excepto Alfonso, acuden al vestíbulo a ver el musical. Cantan y bailan de felicidad. Menos Alfonso.

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Alfonso nació el 28 de junio de 2012. Para la Navidad de 2018 ya estaba desahuciado, el cáncer ganó la batalla y no había mucho más que hacer. Valiente, luchador y hasta un poco estoico, el niño se consumía cada día de una manera dramática ante la impotencia de médicos y familiares. Un angelito que, en vida, estaba purgando un infierno, el cual bajo ningún concepto merecía.

Ajenos completamente al drama de Alfonso, y luego de una exitosa gira nacional, la compañía se preparaba para entrar al receso de fin de año. Era el día del pago de la temporada y esta había sido fructifica como nunca. El director comenzó su panegírico de despedida con las palabras usuales, entregó los cheques correspondientes, el bono especial y finalizó su participación haciendo una petición inesperada. La mayoría dijo que sí de inmediato, el resto aceptó comprometido por el entusiasmo de los demás compañeros. Solo uno dijo que no de forma tajante, Humberto. Todos los voltearon a ver sorprendidos. “Me da miedo”, les dijo con sinceridad, “no se si voy a poder”. Finalmente aceptó a regañadientes.

Los niños del centro oncológico estaban ansiosos. Muchos, muy debilitados por el tratamiento y la enfermedad, mostraron un entusiasmo frenético que les insufló energías inusitadas. Más allá del show, “iban a conocer a Santa Claus”. Y mejor aún, este les llevaría muchos regalos porque todos, decían las enfermeras, “eran unos angelitos de Dios”. Solo uno de aquellos querubines no iba a salir a ver la presentación. Los médicos se opusieron debido al estado tan deteriorado de la salud del niño. Se trataba de Alfonso que, aunque desfallecido, insistió enfáticamente en ver a Papá Noel.  No hubo súplica válida. 




El escenario improvisado se montó en el vestíbulo y desde temprano solo se escucharon sonrisas, villancicos navideños, se tomó ponche, tamales y otras chucherías. No hubo mayor oportunidad de ensayar y la adaptación del musical, debido a lo bien integrados que estaban como grupo, se hizo in situ y sobre la marcha. Los bailarines salieron a la improvisada tarima y brillaron como nunca; sonrisas, piruetas, canciones pegajosas, dulces, peluches y otros entremeses llenaron el universo de aquellos infantes. El frenesí llegó al máximo cuando la voz varonil de Santa Claus irrumpió con su risa característica. Humberto, aunque nervioso, trasmitió lo mejor de su repertorio histriónico llevando la presentación al pináculo. Todos, encantados.

A lo lejos, y en los brazos de su madre, apareció Alfonso casi desfallecido. Entre que el médico de cabecera solicitó al director de la obra que acercara Santa, y que este abandonara a los bailarines para llegar al niño, pasaron a penas unos segundos. La electricidad entre el moribundo y el energético personaje fue instantánea. El niño pareció recobrar el aliento mientras que Humberto sintió un nudo de terror en la garganta, “aquella criatura era tan frágil”.  Acarició la cabeza de Alfonso, le entregó un pequeño juguete, susurró algo a su oído (que lo hizo reír con espontaneidad) y regresó al escenario para terminar con la presentación. Alfonso fue de vuelta a su habitación, sereno y henchido de felicidad. A las pocas horas falleció aferrado al peluche que Santa le había regalado y con una sonrisa dibujada en los labios.

Humberto jamás contó qué le había dicho a la criatura en aquel momento de inspiración, pero fue notoria la mella que aquel encuentro realizó en ambos. La madre dijo, más tarde, que Alfonso entró en un estado de paz que dio paso espontáneo al final de su sufrimiento. Que la felicidad que el niño había sentido en aquel encuentro, había facilitado su tránsito de la vida a la muerte. Que era la primera vez, en mucho tiempo, que su hijo había sido notablemente feliz.

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