Alejandro y la Siguanaba imagen

Una mestiza, antes de la destrucción de la segunda Santiago de Guatemala, muere fatalmente por su infidelidad. El 31 de octubre de 2017, Alejandro la encuentra trasformada en la Siguanaba.

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Julio de 1541. En Santiago de Guatemala había un calor pegajoso que tenía alborotados zancudos y todo tipo de alimañas. El cielo había dado tregua tras las intensas lluvias, pero las nubes, atrás de los volcanes, anunciaban que pronto llovería otra vez. Especial en el de la joroba que parecía contener su tormenta personal a la altura del cráter. En apenas unas semanas sería conocido como el Volcán de Agua, pero eso es parte de otra historia. Los castellanos afincados en las plantaciones de los alrededores lanzaban maldiciones al clima. “De seguir así”, comentaban proféticamente, “pronto estaremos bajo una avalancha”.

En las afueras de la ciudad, en una de las grandes haciendas de la boca costa, corría impetuoso el río Magdalena (hoy Guacalate). Alimentado por afluentes, riachuelos y otras corrientes provenientes de la lluvia del altiplano, arrastraba piedras creando un estruendoso sonido. La naturaleza chapina era subyugante y terrible al mismo tiempo. Román y su lacayo subían por la rivera a caballo buscando un vado o por lo menos un remanso donde el amo tomara su baño. Lo encontraron, en un área que ya se conocía en ese entonces como San Antonio Aguas Calientes. Allí la vio la primera vez.

Ella lavaba ropa a la orilla del río. Era hermosa. Del mestizaje de sus padres, él español y ella indígena, había surgido una de las mujeres más hermosas de la comarca. Fue verla y el deseo se le despertó, irracionalmente. “Regreso sólo”, le indicó a su sirviente y cuando éste se había marchado se quitó la ropa y nadó hacia ella. No pensó en romance, solo quería poseerla. Por la fuerza. El solo pensamiento lo volvía loco. Para su sorpresa ella lo vio y no se inmutó. Entró en el agua y se le entregó sin restricciones. Poco más tarde, tendidos en la orilla, de bajo del árbol donde ató al caballo, fueron ultimados los dos por un hombre celoso de lo suyo. Ella, mientras su rostro era desfigurado a pedradas, fijó en sus retinas la expresión de la yegua que miraba la escena encabritada.

Treinta y uno de octubre de 2017. Alejandro regresa de parrandear en la Antigua. La pertinaz llovizna cae en un chipichipi que corta la piel. Es, con mucho, el galán de moda de los bares. Desde hacía un par de años, no había noche en la que no tuviera affaires en los hotelitos baratos del centro, los baños de las cantinas y según la urgencia, hasta en la alameda del Calvario. El muchacho, muy joven, era un maestro en las artes de la seducción. Era como un felino, una vez tenía un objetivo se lanzaba a la caza. Era ya media noche e iba bebido. Decidió tomar la calle de la catedral hacia el sur, rumbo al rastro, a pie.

En el puente del Pensativo, bajo la luz de un relámpago, vio a una chica bañándose a la orilla del río. Estaba agotado, pero no más apreció dibujado el cuerpo de la escultural mujer perdió la cabeza. Se metió calzado al agua, ya sin la camisa. Le rodeo la cintura mientras ella se daba la vuelta. La lluvia no le dejaba abrir los ojos hasta que, finalmente, al limpiarse la vio de frente. Tenía la cara de caballo. Un equino cruelmente desfigurado y engusanado; hediondo. En su mirada se podía ver las profundidades del infierno.

Al día siguiente su cuerpo desnudo fue localizado a pocos metros. La expresión, de profundo horror. Aun así, su boca estaba abierta, como si un grito se hubiera quedado ahogado en su interior. Ya sin ojos porque los buitres se los habían arrancado. Cuando el Ministerio Público levantó su cuerpo, una mujer se acercó al juez de turno y le dijo que “a éste, se lo había llevado la Siguanaba por birriondo”. 

TRADICIONES DE GUATEMALA

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