Lucía, la mujer grandiosa que marcó mi vida imagen

Platicaba mi madre con Lucía por teléfono, atraviesa dificultades. Aunque nos separen miles de kilómetros, aunque corran los años, nos acerca una profunda historia en común.


Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Pienso en Lucía cada vez que conozco historias de mujeres que logran cambiar su vida a golpe de lucha y voluntad. También la evoco cuando cocino platillos que traje conmigo de mi infancia. El aroma de la comida tiene poderes mágicos para invocar a seres que no están cerca, eso me sucede con cierto pastel de banano que trae a Lucía. La recuerdo con más fuerza cuando observo a una empleada doméstica que llega a ser mucho más que eso, como casi todas. 

Porque esas mujeres que trabajan en nuestras casas y que llegan a conocer los mil recovecos de cada uno de nosotros, son parte de la familia. Son elementos de armonía, seres humanos que de muchas formas, tejen la experiencia familiar, sobre todo la de los niños. Llegamos a quererlas como alguien nuestro, les profesamos un cariño que permanece toda la vida. Y si sufren, sin poder evitarlo, nos invade el desasosiego.




Esta época navideña que inunda de nostalgia y recuerdos, la coloca en el centro del pensamiento con más intensidad. Su presencia está en las canciones, en las galletas, en esa recámara de la memoria que resguarda a la infancia.

Sé que no soy la única persona que tiene una Lucía en su historia. Porque en nuestro país, el privilegio de tener ayuda en casa, define la cultura familiar. Conozco otras historias en las que los niños las adoran, pero esta es la mía y de mis hermanas. Este relato es un tributo a todas las Lucías, Rosas, Esperanzas, Celestes que conviven con nosotros. Merecen todo honor, toda admiración, y, por supuesto, nuestra más profunda gratitud.

Lucía fue parte de nuestra familia durante muchos años. La sexta mujer en un apartamento habitado por una madre y sus cuatro niñas y, cuando lo invocábamos, el fantasma de un padre que se fue muy pronto.

Llegó Lucía cuando empezábamos a aceptar que la casa sería de mujeres sin remedio porque los hombres muertos no regresan. Ella, mujer grandiosa habitante de un cuerpo menudo, se instaló al centro del quehacer doméstico. Mi mamá salía a trabajar todo el día. Mientras tanto, Lucía preparaba las loncheras antes de acompañarnos a la parada del bus. Para ella éramos sus niñas, el eje de su trabajo. Cuando regresábamos era quien nos recibía. Siempre presente, su voz era el sonido que inundaba el aire de nuestras tardes. 

Es de esas mujeres de Guatemala que conoce de vida dura, hambre y ausencia de oportunidades. Y, por intuición o carencia, tal vez por causa de ambas, sabe del papel que la educación juega para suavizar un poco las dificultades.

Sin haber ido a la escuela durante su infancia en San Marcos, aprendió a leer y escribir y cursó primaria en plan de fin de semana. Luego se lanzó a sacar prevocacional. Recuerdo las tardes de tareas de ella y tareas mías en la mesita de nuestra pequeña cocina. Yo corregía las suyas, y ella, dueña y señora de su responsabilidad, revisaba deberes de sus niñas al final de la tarde. Era ingeniosa. Comparaba libretas escolares con cuadernos revisados. Con matemática básica contaba lo anotado y comparaba con lo mostrado. Después de ese ritual que no perdonaba, se tomaba muy en serio que cenáramos bien y a tiempo. Llegó a conocer a cada uno de sus niñas como a la palma de su mano.

El paso de la vida nos va abriendo agujeros de nostalgia. Sin darnos cuenta, extrañamos a personas, añoramos sus momentos. Nadie se libra de una rajadura de corazón cuando ve a su niñera del alma alejarse. Escribo niñera por llamarla de algún modo, pero sabemos que son mucho más que eso. Tienen algo de maternal, mucho de organizadoras de las cosas prácticas, un toque de maestras, y si tenemos la suerte de que nos vean abandonar la infancia para entrar en la odisea de la adolescencia, también son mentoras de esa filosofía simple con la que abandonamos los asuntos de niños.




Tuve la oportunidad de volver a verla. Fue hace un par de años. El reencuentro me dejó una sensación de cariño arrebatado difícil de describir. Sentí el fenómeno de la llamada de los afectos vitalicios y me siento afortunada.

Acordamos reunirnos en una fuente azul que adorna la intersección de la Gran Vía de les Corts Catalanes y el Passeig de Gracia. Barcelona es ahora su casa. ¿Cómo describir la emoción ante la certeza de que volvería a verla después de tantos años?




Era demasiada mujer para lo que este país podía ofrecerle. De una aldea en Malacatán San Marcos llegó a la capital a los diecinueve años para trabajar y estudiar, ambos afanes con la misma importancia. En nuestra casa aprendió a leer, y la vimos salir de básicos. Comprendía que el mundo es mucho más que una aldea y decidió buscar futuro en un lugar del otro lado del mar.

Las dificultades son parte de la vida. Lucía ha sorteado muchas, de esta saldrá fortalecida. Sin embargo, quisiera estar ahí para abrazarla, como ella me abrazaba cuando era niña y sentía miedo y me acurrucaba en su cama, abrazarla fuerte porque llega Navidad y la extraño aun más.

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