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Este relato nace después de estudiar la vida del dictador. Tras semanas sumergido en los libros que compilan su infancia y cómo fue humillado por sus compañeros, el autor, también de Quetzaltenango, llegó a sentir algo extraño por el tirano: empatía.

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Y ahí, en lo más alto del techo de una de las casas de adobe que hasta la fecha soportan el paso del tiempo en Quetzaltenango, estaba este mal amigo. Desde arriba le tiraba cáscaras de lima en vez de los gajos que el pequeño Manuel pidió compartir. Con todas las ganas que caben en la cabeza de un niño gritaba desde arriba: “¡Para vos únicamente son buenas las cáscaras!”. Aquel episodio sería, junto con muchos más, el fósforo que encendería al responsable de una de las dictaduras más recordadas en América Latina.

Manuel Estrada Cabrera ha quedado registrado en la historia como uno de los dictadores más oscuros que han existido. Vaya que no sorprende para nada revisar el pasado y confirmar que este pequeño territorio, clavado en la parte norte del istmo centroamericano, ha sido un laboratorio de experimentos manejado por un listado grande de hombres con cierto grado de perturbación mental.



Desde la silla prersidencial, el pequeño Manuel se vengaría de los niños que lo atormentaron

A Don Manuel, el quetzalteco que dirigió al país en los años que comprenden de 1898 a 1920, se le debe buena parte de los complejos mentales de esta ciudad que conserva los trazos k’iche’, calles estrechas y edificios de piedra, tal como lo menciona Rafael Arévalo Martínez en ¡Ecce Pericles! El libro, publicado por allá en los años cuarenta, contiene una descripción que sigue vigente hasta estos días, porque si algo es cierto es que desde que se construyeron esos imponentes edificios de piedra en el centro de la ciudad de Quetzaltenango no se ha visto nada nuevo que se le compare (no es exaltación, es crítica).

El pequeño Manuel José nació de la aventura amorosa entre Pedro Estrada, cura jesuita que abandonó el servicio a Dios, y una mujer indígena llamada Joaquina Cabrera. El jesuita no aceptó la paternidad del pequeño Manuel sino hasta tiempo después, así adquiere legalmente el apellido Cabrera. Mientras tanto, doña Joaquina quedó como única encargada de la manutención y el cuidado de su hijo. Si bien recibió alguna pequeña ayuda, la imagen paterna nunca estuvo presente.

El bolitero y yo

Se sabe que la madre del pequeño Manuel preparaba comidas y dulces caceros para sostenerse. Se sabe también que Cabrera vendía los dulces en la escuela, acción que le valió los ataques de sus compañeros, quienes lo apodaron “bolitero” como una burla al nombre que recibían las mujeres que se dedicaban a ese oficio… pensándolo bien, hay algo más en común entre Estrada Cabrera y yo, y seguramente entre muchos más a lo largo de la historia.

Gracias a una mala decisión de mis padres, cuando me tocó estudiar Primero Básico entré al colegio Salesiano de esta ciudad. Mi condición social y étnica fue la mezcla perfecta para sufrir los peores acosos que hasta la fecha no he olvidado, porque sí, en Xela ser indio pobre pesa mucho. Es una marca que te acompaña de por vida a todos lados. Solo aguanté dos años estudiando en ese lugar y pese a las cicatrices que me quedaron de aquella época, aprendí muy bien las lecciones. Este pintoresco rincón del país guarda muy profundamente las secuelas que provocan años y años de confrontación y racismo.

Imagino a Manuel como mi compañero de clase. Lo veo callado, moreno como yo, con toda la tristeza que significa no tener el dinero para estudiar cómodamente, con la angustia de pensar en su madre y en sus sacrificios, esperando el momento que alguien lo llame por su apodo y no tenga otro remedio que aguantarse. Veo el reflejo de la venganza en sus ojos, lo veo en unos años como Presidente, lo veo cobrarse todas las que de niño le hicieron.

La ciencia como arma

El joven Manuel fue el primero en graduarse de bachiller en el Instituto Normal Para Varones de Occidente; y con primero me refiero a que antes de él no existe otro bachiller en ese instituto. Después de Manuel vinieron otros, como Jacobo Árbenz y Otto René Castillo, pero él fue el primero.

Salió adelante con ayuda de su madre, de la cual heredó su interés por las “artes ocultas”, y algunos sacerdotes que vieron en él a un estudiante destacado lleno de curiosidad por aprender. Tal como es descrito en ¡Ecce Pericles!: 

“El muchacho había empezado a descubrir que la ciencia era un arma social importante, sobre todo para ser usada contra los altaneros condiscípulos que lo veían con desprecio”.


Tan importante fue la graduación de Manuel que el mismo presidente, Justo Rufino Barrios, cuya tía se encargó también de educar al joven, viajó hasta Quetzaltenango para presenciar personalmente el logro. Fue ahí donde conoció el talento de este prodigioso (y peligroso) muchacho. Algo habrá visto en él Justo Rufino Barrios, algo que otros no pudieron.

Años más tarde, en el gobierno del sobrino de Barrios, José María Reyna Barrios, Manuel sería Secretario de Gobernación y Justicia, el equivalente al actual Ministro de Gobernación. A partir de ese cargo iniciaría su ascenso. Su primer contacto con el poder también fue su primera oportunidad para vengarse de quienes lo humillaron.

La liberación de los odios

Con el pasar de aquellos últimos años del siglo XIX consigue el título de abogado en la Universidad de Occidente. Trabaja como maestro y aprende carpintería. El título de abogado lo usa como llave para entrar a los círculos de las familias poderosos; se emborracha.

Durante su ejercicio como abogado se lo ve como un hombre sumamente desconfiado, silencioso y huraño. Sus clientes –en su mayoría– nunca logran verle el rostro, los atiende a todos por medio de su secretario. Las huellas tormentosas de su infancia lo convertían con el pasar de los días en un inteligente y herido ser dispuesto a todo.

Y cuando digo todo me refiero incluso a los silencios. En 1897, Juan José Aparicio, un influyente hombre de la oligarquía quetzalteca y por tanto sujeto de odio de Manuel, apoyó una rebelión contra el gobierno de Reyna Barrios. El Presidente vio la amenaza y mandó a encarcelar al señor Aparicio. La orden era ejecutarlo, pero tras los ruegos e influencias de sus amigos, Reyna Barrios dio marcha atrás a su decisión.

Pero el aviso, oportunamente para quien lo odiara, no llegó a tiempo. El responsable de hacerlo era Manuel. Ante su silencio, Juan José Aparicio fue ejecutado el 7 de septiembre frente a la Iglesia San Nicolás.

Reyna Barrios sospechó de él y lo envió en una misión a Costa Rica. Cuando el mandatario fue asesinado con cuatro tiros en el rostro (nunca se supo quién ordenó su muerte, solo se dijo que fue alguien que le guardaba resentimiento) Manuel, aquel niño cocinado bajo el fuego lento de los desprecios, exigió como suyo el puesto para el que nadie lo eligió pero que él creía merecer. Nació entonces el Señor Presidente.



Las fiestas a la diosa Minerva fueron, en realidad, un culto a la madre de Manuel.

Se convirtió en el personaje que bautizó todos los lugares que pudo con el nombre de su madre, entregó el país a las empresas bananeras estadounidenses, mató a sus opositores, fue proclamado el Benemérito de la Patria, protector de las juventudes estudiosas. Construyó una cantidad absurda de templos a Minerva para realizar las fiestas “Minervalias” a finales de octubre, en las que se le rendía culto al conocimiento, pero que en el fondo servían para recordar el cumpleaños de su madre, a quien adoraba. Tanto fue su amor por ella que llegó a nombrarla “primera madre de la patria”.

Este culto a su madre y la liberación de sus odios desde la más alta de las sillas duró 22 años.

Su fantasma sigue aquí

Hoy, mientras la ciudad se hunde en una serie de problemas, el fantasma de aquel niño pobre y lleno de resentimientos se sienta en las esquinas de este romántico pueblo que le dio la espalda y le alimentó las ganas de recuperar aquello que nunca tuvo. Su espectro circula riéndose por las callecitas empedradas, por los puentes, entre las estatuas de gente que vivió sus años de poder. Esta es su venganza: dejó un imaginario del que esta ciudad no logra escapar.

Los pedazos de aquellas épocas se desmoronan frente a la nostalgia y el orgullo quezalteco, que no acepta ver hacia el futuro. Como buen perro se sigue y seguirá persiguiéndose la cola. Xela después de cien años sigue siendo esa olla de presión que puede cocinar tiranos, sigue siendo la cuna de niños que crecen bajo las más inocentes y abrumadoras bromas compuestas con una buena dosis de odio, heredadas de generación en generación.



En el cementerio de Quetzaltenango, su panteón es un templo a la diosa de su devoción.

Sentado en el McDonald’s del parque (cualquier quetzalteco entenderá la referencia) pienso en el niño Estrada Cabrera de la mano de su madre caminando por estos mismos lugares. Frente a mí el rótulo que da nombre a la calle “Morazán”. Nadie lo nota, como nadie recuerda la historia, como nadie recuerda que ayer fue 21 de noviembre, día en que nació hace 159 años.

Aquel niño que fue puesto en la puerta de la casa del hombre que le dio la vida para que le diera su apellido; el niño que vio sufrir a su madre padeciendo la angustia producto de la pobreza; el que vivió en carne propia desprecios que le acumularon resentimiento que vomitaría años después sentado en el poder.

Manuel José Estrada Cabrera es el ejemplo más claro de lo que puede lograr una sociedad llena de divisiones. Sin duda es un personaje que vale la pena recordar. Fue uno de los Presidentes más sanguinarios que haya podido tener el país. También fue niño y es, seguramente, el quetzalteco más quetzalteco que esta tierra haya podido parir.  

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