IGSS: el calvario quincenal imagen

Mal con el IGSS, peor sin él. Acompáñenme a conocer el calvario de la señora López, paciente diagnosticada con diabetes desde hace 15 años, quien debe madrugar y esperar cada quincena.

Las opiniones e imágenes de este artículo son responsabilidad directa de su autor.

Han pasado 14 días desde la última madrugada. La señora López observa el calendario y lo sabe: mañana tendrá que ir al Instituto Guatemalteco de Seguridad Social –IGSS–. La rutina será la misma, despertarse cuando todavía es de noche, buscar su carné de afiliación y DPI, saltar a la ducha y salir de prisa desde su casa para llegar a las clínicas del IGSS e iniciar esa seguidilla de tortuosas colas.

El Seguro Social cuenta con 1 millón 267 mil afiliados, pero los derechohabientes (esposas e hijos dependientes) suman más de 3 millones, según el informe de Labores 2015, el último publicado en el Portal web.

El boletín estadístico 2016 de esa institución da cuenta que el año pasado se atendieron más de 4 millones de consultas externas. La ecuación es sencilla de resolver: muchos pacientes, pocos médicos igual a: mala atención.

En el mundo de los tuertos el ciego es el rey

No obstante dada la precariedad del sistema de salud pública y los elevados costos de los medicamentos y las consultas en el sector privado, el IGSS es un bálsamo agridulce para los pacientes que como la señora López tienen un padecimiento crónico.

Tras quince años de haber sido diagnosticada con diabetes ella sabe que su suerte está echada: deberá sobrevivir al calvario quincenal o esperar que su salud se deteriore a niveles impensables que comprometerían su vida.

¿Pero tal necesidad y servicio convierte la atención en buena? Por supuesto que no. Hagamos un recorrido por el calvario quincenal de la señora López y entendamos que ser paciente crónico Guatemala no es nada sencillo.

Cola 1:

 De nuevo está ahí, la brisa gélida de la madrugada humedece su piel. Esta vez no fue la tercera, hubo quienes madrugaron aún más y llegaron antes de las 5 de la mañana. Tras un intento fallido por mantener sus manos calientes, realiza el conteo de las personas que le anteceden, son nueve y hasta el momento dos más están detrás de ella.

Intuitivamente hace la molesta aritmética: es la número 10 y es posible que me vaya de ese lugar hasta dentro de cinco horas o más. Algunos de los madrugadores han llevado sus sillas, los que no buscan al señor que las alquila a Q5.

Ella y los otros 11 deberán permanecer una hora previa a ingresar a las instalaciones. Antes de atravesar el umbral de las clínicas del Seguro Social, un mal encarado señor, que la hace de policía y de anfitrión, pide que cada paciente lleve sus documentos en mano.

Cola 2: 

Después de la primera fila es momento de los exámenes, esos que tuvieron que demorar solo 20 minutos, pero que esta vez prolongaron a tres horas. (Ya son las 9 am). Para esta parte de la mañana, el sol ha calentado un poco el ambiente, la señora López intenta relajarse, pero el  dolor en el brazo a causa de ese piquete  la tiene realmente molesta.

“El enfermero estaba de mal genio o simplemente tenía tantos pacientes que, por correr, lo ha hecho de una forma brusca”, piensa para sí.

Cuando al fin pasa a consulta el médico especialista a penas y le dirige la palabra. El doctor se enfoca en su teclado y apresura darle trámite a las recetas e informes que transcribe en su computadora. El tiempo de atención lo conoce a perfección: 8 minutos, ni uno más.

La despedida del galeno es igual de fría como el resto de la consulta: “señora debe seguir con la dieta, el azúcar aún no le baja”. La receta, desde luego es la misma que la de quince días atrás. Sin importar que ella intente manifestar al médico que uno de los medicamentos ya no lo quiere usar pues ya se siente mejor,  no hay espacios para la negociación, es un calco idéntico de la cita anterior.

Alguna vez ella ha querido cuestionar u opinar, se ha sentido tan regañada que ha decidido mejor apretar los labios y responder solo a lo que se le pregunta. Se siente una reclusa no una paciente, es, en el mejor de los casos,  un número y no una persona con temores y preocupaciones respecto a su padecimiento.

Cola 3: 

Ahora deberá ir a la farmacia (las manecillas del reloj sobrepasan las 12 horas)  y tras varios minutos, a veces hasta horas de hacer fila resulta que: “lo sentimos este código no hay en existencia, quizás entre la otra semana o el próximo mes”. Por supuesto que las recetas no son acumulables y esa medicina la perderá hasta que en quince días vuelva y se la entreguen.

La misma historia cada quince días, el mismo calvario y monotonía. ¿Te ha pasado?

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