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Monsanto deja sus relatos de terror por un lado y se adentra en el espíritu navideño.

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Marina nació con todas las probabilidades de éxito en su contra. Compartía, regionalmente, el sino de la pobreza y, al ser la séptima y última de entre sus hermanos, sus probabilidades de superación jugaban todas en su contra. Su padre trabajaba de sol a sol y a veces hasta en la sombra. De hecho, la muerte lo sorprendió muchos años después en el jornal. Fue siempre hombre honrado y justo, pero sin ninguna educación. Su madre, al mismo tiempo, se había creado una buena reputación como lavandera. Sabía tratar la ropa. Práctica y segura de poder cambiar el rumbo de la casa, haciendo un esfuerzo enorme, logró que cinco de sus hijos terminaran la primaria y que una de ellas, Marina, se convirtiera en maestra y aspirara, cosa que nunca se dio, a un título universitario.



Foto cortesía Freepik

Y es acá donde comienza su verdadera historia. Por oposición consiguió su plaza en el Ministerio de Educación. Del área rural pasó a una aldea y luego, a un pueblo. De este, por competente, a la cabecera departamental. Allí se topó con una buena biblioteca que alimentó muchas de sus horas de soledad y en la que, también, conoció al que sería su esposo. En aquella etapa de sus vidas pasaron algunas privaciones, pero ninguna parecida a las de su niñez. Él desapareció un día. Lo buscó con los recursos de los que disponía, pero no supo más de él. Su sentido común y el amor a sus dos hijos la hicieron pasar la página, no sin mucha tristeza. Del personaje de una novela que la había impactado unos meses atrás, hizo suyas dos de sus frases más célebres: “No puedo arreglar eso hoy, pensaré en ello mañana” y “después de todo, mañana será otro día”.

Sus hijos, formados con amor, respeto y una educación que solo se puede aprender en casa, culminaron la universidad. Su esfuerzo los llevó fuera del país a sacar su máster y uno de ellos, después, un doctorado. Las oportunidades los dejaron varados a uno en Madrid y al otro en los Estados Unidos. Y como quien dice nada, la vida pasó. Hicieron sus familias y una cosa u otra los retuvo lejos de su madre quien fue conociendo a sus nietos a través de las pantallas del pc. Eso sí, mensualmente, le fueron mandando remesas que le dieron una holgura con la que pudo ayudar a los miembros más desprotegidos de su familia.




Cada Navidad, Marina se fue rodeando de personas que buscaban en ella su amor, caridad y compañía. Nunca reclamo la distancia a su prole porque sabía que estaban mejor allá, lejos de Guatemala. El 24 de diciembre, sirviendo la cena a sus vecinos y amigos, sonó el timbre de su siempre austera pero cálida casa. Dejó sirviendo la mesa a su comadre y cuando abrió la puerta se encontró con sus dos hijos, sus esposas y sus cinco nietos. Uno de ellos ya cercano a los 18 años y con novia. Aquella fue la mejor Navidad de todos los tiempos. 

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