XXV
Es lunes de madrugada en el Aeropuerto La Aurora. Las filas frente a los escritorios de las aerolíneas están llenas de viajeros ojerosos y equipajes. Quizá debí haber salido más temprano. No haber pospuesto el despertador de las 3:30, haber insistido la noche anterior para que me apartaran un taxi que me recogiera a esa hora. En cambio tuve que esperar, pagarle a un conocido del guardián para que me llevara a tiempo por el doble de lo que he pagado otras madrugadas. Esta vez no me dará tiempo de desayunar. Me indican la puerta de salida. Tengo veinte minutos para presentarme. Corro hacia migración. La fila ya se tuerce en el fondo. Es parte de nuestra cotidianidad burocrática guatemalteca, kukulkánica.
Un empleado del aeropuerto revisa superficialmente los documentos en la puerta, le digo que debo estar en quince minutos embarcando, y me dice que hable con el resto de pasajeros, ellos deberían dejarme pasar. Adelante hay centenares de impacientes que serpentean por todo el salón, giran en U, caminan sobre sus mismos pasos, pero casi no se mueven. Pasan su equipaje por rayos X, se quitan las cosas de encima, se detienen, se las vuelven a poner, toman de nuevo la fila hacia la decena de casillas de migración, de las cuales solo tres están habilitadas. Las bocinas del aeropuerto empiezan a hacer las últimas llamadas de los vuelos que están por salir. Los pasajeros ya no piden permiso, se saltan las filas. Hay gritos de descontento. Un gringo y un nórdico han empezado a discutir en voz alta por la usurpación del espacio, su desesperación empieza a tomar niveles tercermundista.
Las bocinas del aeropuerto hacen un llamado más, otro vuelo está por salir, una nueva oleada de pasajeros se tira las filas. Cuando finalmente estoy por llegar a las cabinas de migración llaman a mi vuelo. ¿Qué es esto?, le pregunto al oficial que me atiende. Cuatro empleados se reportaron enfermos, me dice, sudando. Yo esperaba que me dijera que era la última acción del Inguat por hacer que el viajero experimentara por sí mismo a Guatemala, su absurdo y su violencia, que me dijeran que era una bromita como esas que hacen en Tv nacional, para el que se fuera no nos olvidara nunca, sintiera en las palpitaciones de la rabia o de la angustia que había sobrevivido a la “lección de vida” que es Guatemala, siempre en el límite del caos, siempre soplando fuerte la chispita de la furia; un regalo para aquellos que al volver a casa dijeran, sí, Guatemala, y con una risita nerviosa, exclamaran entre dientes, beautiful country, paisito más mierda.
XXVI
Este es un texto que debí haber escrito hace 13 entregas, cuando me dijeron que estaba naciendo un nuevo medio que quería contar historias, y que además quería que yo también las contara con ellos, dos miércoles al mes. Entonces debí armar el relato de cómo me propuse llevar algo así como la contabilidad de los días para que naciera esta partida doble, esta columna del haber, que al término de esta experiencia, breve, como el espíritu mismo de cada publicación, demuestra que no sé nada de contabilidad y que tengo un haber bastante limitado: una ciudad fea, un puñado de visiones cotidianas, un país que se autodestruye, una huerta en la terraza de mi padre, un abuelo centenario, un puñado de leves esperanzas y unos cuantos lectores que me estuvieron acompañando. Razones suficientes para despedirme agradecida por lo bueno, por ustedes, por este espacio, que quizá pronto encuentre dónde volver a empezar.
PARTIDA DOBLE: LA COLUMNA DEL HABER POR VANIA VARGAS
Pudo haber sido Bonnie Parker, una joven audaz sobre el trapecio volante, intérprete de los sueños de algún Presidente, mesera en el restaurante de una carretera solitaria o una abnegada madre de familia. En cambio, pasa los días viendo, sintiendo y tratando de contarlo.