Lengua en llagas imagen

Odio los dulces desde que me comí Q20 de cerecitas Diana en una sentada.

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Aún se me enjuta la boca de recordar el día que decidí perderle el gusto a los dulces y los postres en general. En una reunión con unos viejos amigos no sé quién me preguntó si me gustaban los pasteles. Y dije que más o menos. Quizá sea muy simple para el asunto, pero me gustan los básicos: vainilla y chocolate, y mi preferido: el de higo con queso. Luego, puedo prescindir con toda la facilidad del mundo de un pedazo de pastel, en particular si lleva turrón. Detesto el turrón. Lo mismo con las espumillas. Simplemente no puedo conciliar los grumos que se forman en la lengua cuando me meto a la boca cualquiera de los dos.

Todo comenzó un día en el que con mi primo El Betas nos encontramos un billete de veinte quetzales tirado en la calle. No sé a quién de los dos se le ocurrió la brillante idea de gastarnos todo en bolsitas de cerezas Diana, pero fuimos a la tienda de doña Mery. Con todo el orgullo del caso compramos los cuarenta empaques y los llevamos a la casa. Sentados frente a la televisión, creo que jugando Nintendo o viendo algo como Capitán Planeta, comenzamos a tragarnos una a una las bolitas rojas.



Antes de veras comía pastel.

A la media hora estoy seguro que nos habíamos terminado las cerezas. Aquel comió más que yo, no sé cuántas más, pero sí más. Debió ser un viernes porque al día siguiente llegó a mi casa con mi tía Lety. Mi mamá, pediatra y la única médica en la familia, acostumbraba a recibir a cuanto familiar se les ocurra en su clínica improvisada que nunca pudo despegar por estar yendo al IGSS treinta años sin parar, nos sentó al Betas y a mí en la camilla de cuero frío.

Ninguno de los dos pendejos aguantábamos la trompa. A mí ya me había visto con los cachetes llenos de aftas cuando me desperté quejándome del ardor. Claro que le conté lo de las cerezas y me dio una gran puteada por hacer esas cosas. E intuyó que al rato la llamaría su hermana para que revisara a su hijo también. Lo que no imaginó mi mamá es que el Betas iba a estar mucho peor. Pero mucho peor. El pisado no solo tenía aftas en los cachetes y encillas, se le llagó la lengua de tanto estar raspando con las papilas las bolitas de cereza. Hasta el cielo de la boca tenía hinchado.




Pasaron los días y se nos arregló el hocico, y nunca más volví a comerme una de las cerecitas. Nunca, nunca más. Desde entonces, hace unos veinticinco años, detesto los dulces. Puedo comerme una menta, uno de miel o una cervecita tal vez, pero no paso de eso. ¿Un bombón? Es pedirme demasiado. Aún en este proceso de nutrición en el cual debo hacer las paces con los alimentos, no logro reconciliarme con el azúcar cocido y solidificado en esferitas brillantes.

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