El blog del gordito: ¡Hacete unas veinte repeticiones, manín! imagen

Es un gusto contarles que mi instinto simplemente no funciona con esto de la salud.

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Es un gusto contarles que mi instinto simplemente no funciona con esto de la salud. Comencé subiendo y bajando gradas en el edificio en vez de valerme del grandioso invento del elevador. Y mientras una de mis piernas sostenía todo mi ser cuando pasaba de una grada a la otra, no podía evitar dar resoplidos de enojo. No porque ganar energía potencial gravitatoria con cada escalón fuera agotador, sino porque es inevitable recordarme de la primera vez que puse pie en un gimnasio.

Hijo de médicos que se ejercitan mínimo una vez al día, nacido con desnutrición crónica, prematuro y levantado a puro suplemento vitamínico, cuando llegué al umbral de la preadolescencia ya había pasado por karate, natación, ping-pong y los boy scouts, pero siempre me terminaba saliendo porque lo único que quería hacer en las tardes era jugar, leer o no hacer nada. Quizá salir de la casa y pasar un rato con los otros niños del barrio. Incluso ir a ver los naipes porno que el nieto de doña Mary, la dueña de la tienda de la esquina, escondía de sus papás. Sí, hace ya tiempos la zona uno seguía siendo barrio.

El punto es que cuando sentí paré pidiéndole a mis papás que me llevaran al gimnasio. 

Siempre que fui a karate subía al segundo nivel dejando abajo las pesas, las máquinas, las bandas sin fin y toda la parafernalia que tipos musculosos y mujeres con el pelo amarrado movían de una esquina a otra, enojando a doña Carmen, la dueña del edificio cuyo tercer nivel era coronado por las clases de aeróbicos.

El primer día llegué emocionado pensando no tanto en mi aspecto físico, o que las niñas de mi grado se emocionarían de verme el brazo hinchado de tanto levantar las pesitas de cinco libras. Yo lo que quería era subirme a las putas máquinas y ver hasta dónde podían dar mis piernas corriendo, bicicleteando, lo que fuera con tal de presionar los botones y enloquecer.

Ya no recuerdo el nombre del instructor, pero sí sus instrucciones. Iba algo así: “Qué onda manín”. Quizá sin el qué onda, qué importa. La cosa es que ya el “manín” me sacaba de quicio porque me reducía -en ese entonces solo intuía que yo, Juan Oquendo, era sujeto de derechos-. “Mirá pues, subí y bajá las gradas unas veinte veces y después miramos qué más hacemos”.

Emocionado comencé la tarea de subir y bajar. Del gimnasio al domo de karate del segundo piso. ¿Era un niño gordo? Seguro, al menos así me habían hecho creer todos: mis papás, mis primos del lado materno que eran delgados pero delgados, los compañeros del colegio, el espejo. Y no podía dejar de pensar que subir las gradas: uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. UNO, DOS , TRES , , , CUATRO… me iban a convertir en ese niño de doce años: el traidito de la escuela, del barrio, el macho alfa lomo plateado, el novio que todas quieren, el amigo que todos quieren tener.

C U A T R O. (Ese año mi trastorno obsesivo compulsivo cambió de un sistema de cuatro pasos a uno de siete, más eficiente y que aún me persigue cuando subo y bajo gradas, ya no tanto al caminar). Media hora después había terminado. “¡Manín! Démosle otras veinte”. Y así se repitieron los días y las semanas. Creó que aguanté un par de meses subiendo y bajando veinte, treinta, cuarenta veces al día las gradas. Lo odié. Lo terminé odiando.

Detesto el concepto del gimnasio porque no me dejaban subirme a las máquinas, porque la rutina -aún soy esclavo de las formalidades por más que las rechace y me rebele- era la cosa más aburrida de este mundo, pero estaba ahí porque debía dejar de ser “el manín” y pasar a ser “EL papín”. Aún ahora que pienso en el gimnasio se retuerce algo dentro de mí. A pesar de que me siento mejor al final del día si hago ejercicio, el gimnasio es para mí una lápida. 

Lo único que gané a esos doce años fue que las sobrinas -de una amiga de esta época- que iban unos grados arriba mío les quedara aún hoy el recuerdo de mí como alguien que siempre estaba sucio. Ve qué hijas de puta.

Tengo jodido el instinto para esto de la salud. Quizá por eso mi bálsamo es la natación. Más que los números, pesos y ángulos del gimnasio, me di cuenta ya más grande que nadar tiene algo de contemplación que a la fecha ningún otro ejercicio me ha dado. Por eso decidí meterme de nuevo a la piscina olímpica de la zona 5, frente al Estadio Doroteo Guamuch, y mandar a la chingada a las gradas. Dejé de ir hace años porque una vez me abrieron el bolsón y se robaron el celular. Ve qué hijos de puta. También ya hice mi cita con la nutricionista, una amiga de muchos años cuyo programa “cambió radicalmente”, según me contó, a partir de una maestría en Barcelona. A ver qué nos espera.

Mientras tanto que tengan un buen provecho y que puedan disfrutar del fiambre en familia y amigos con una chelita bien fría y ayote en dulce.

Juan Diego Oquendo

P.D.: 

Para el lector que preguntaba por las galletas de mi esposa. ¡Dios Santo! Están comenzando las pruebas de galletas navideñas. Solo leé esto: chocolate amargo con centro de caramelo con butter scotch adornado con pecanas y macadamia. Quizá para Navidad rifemos una cajita entre los lectores. (Creo que no voy a poder bajar de peso nunca).

El blog del gordito: Por Juan Diego Oquendo




Fanático de Chef’s Table y Master Chef. Soy panadero comercial, gourmet y galletero egresado del Intecap. Tipo de buen diente, aficionado a la cocina. El hijo tropical de Anton Ego y Julia Child.

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